Luna Sangrienta

Capitulo 29

El horror no me rompió; me disolvió. Mi ira, la furia que me había impulsado en un torbellino de instinto y desesperación, se evaporó con la brutalidad de un grito ahogado, reemplazada por un vacío helado y un terror tan absoluto que no solo paralizó mi cuerpo, sino que detuvo el tiempo, el pensamiento, la respiración. Mis piernas cedieron, no con la presteza de un desmayo, sino con la lentitud tortuosa de un cuerpo que pierde su voluntad de mantenerse erguido. Me desplomé en el suelo, el frío de la madera áspera penetrando mis ropas y cada poro de mi piel, un rincón oscuro de la cabaña, una insignificante mota de polvo en un universo que acababa de implosionar.

El shock era una mordaza en mi mente, un velo denso que amortiguaba la realidad, pero no lo suficiente como para silenciar el gemido que se formaba en lo más profundo de mi ser. Los sollozos surgieron, incontrolables, convulsivos, sacudiendo mi cuerpo con la violencia de una posesión, robándome el aliento, nublando mi vista con un torrente salado de lágrimas. Estaba rota, sí, pero no en pedazos; estaba pulverizada.

Mi mirada, pegada como un insecto a la tela de una trampa, no podía apartarse. A pocos metros, el cuerpo de mi abuela yacía. La inmovilidad de sus miembros contrastaba con la danza macabra de la vida que aún se aferraba a ella, pero que se le escapaba sin piedad. Un charco de sangre, tan oscuro y espeso como la culpa que ya me ahogaba, se expandía con una lentitud insidiosa bajo su cabeza, un mapa en constante crecimiento de mi pecado. Cada pulsación silenciosa del líquido, cada milímetro que avanzaba, era un eco de la vida que había arrebatado.

Había matado. Había matado. La frase se repetía en el eco de mi mente, no como una acusación, sino como una condena autoinfligida, forjada en la realidad ineludible de la escena ante mí. Las palabras no eran mías, pero salían de mi boca en un murmullo apenas audible, un ulular desesperado que se perdía en el caos de mi alma.

La cabaña, antes mi refugio, ahora mi prisión y mi confesionario, se abrió de golpe. El estrépito me arrancó de mi letargo de horror, inyectando una nueva ola de pánico puro en mis venas. La figura de Jean Marie irrumpió, su silueta recortada contra el umbral iluminado por el tardío crepúsculo. Su rostro, surcado por la urgencia de la persecución de la que habíamos huido, se congeló; se endureció en una máscara de incredulidad y dolor cuando sus ojos procesaron la visión de su madre tendida en el suelo. Su respiración, visiblemente, se detuvo, como si el propio aire se negara a entrar en sus pulmones frente a una atrocidad semejante. Su cuerpo se puso rígido, una estatua de horror petrificada.

Christoff, una sombra imponente detrás de ella, me encontró con la mirada. No hubo vacilación en él, ni el parpadeo de la sorpresa que distorsionaba a Jean Marie. En un instante, cruzó la distancia que nos separaba, su paso rápido y decidido. Antes de que pudiera comprender lo que sucedía, sus brazos se cerraron a mi alrededor, fuertes y protectores, y me levanté del suelo, acunándome contra su pecho. El contraste entre la calidez de su cuerpo y mi propia frialdad era abrumador.

—Anne Marie, ¿estás bien? —su voz, sorprendentemente suave en medio de la vorágine, me perforó el alma. Sus manos me recorrían con una urgencia palpable, buscando heridas que no fueran las que laceraban mi espíritu.

Jean Marie se acercó, su rostro un campo de batalla de emociones. La incredulidad se aferraba a sus ojos, el horror se extendía por sus facciones. Su mirada se encontró con el cuerpo inmóvil de su madre, luego se posó en mí, una pregunta silenciosa y aterradora colgada en el aire entre nosotras.

—Anne Marie, ¿qué... qué pasó? ¿Qué hiciste? —Su voz era apenas un susurro de miedo, el terror tiñendo cada sílaba.

Mi cuerpo temblaba, una hoja agitada por el viento, en los brazos de Christoff. Los sollozos seguían sacudiéndome, robándome el aliento, y las palabras se negaban a formarse en mi garganta. Cuando finalmente logré romper el silencio, mi voz era un quejido roto, mi confesión fragmentada.

—Yo... no quise... no quería. Pero... pasó muy rápido.

Jean Marie dio un paso más, su figura casi amenazante. Su propio dolor y el horror que la consumían se mezclaron con una incipiente furia, una rabia nacida de la devastación.

—¿Qué hiciste, Anne Marie? —La pregunta ahora no era un susurro, sino un grito desesperado, cargado de la exigencia de una verdad que ya presentaba.

Las palabras, aunque se sintieron como brasas en mi lengua, se escaparon de mi boca en una confesión final, brutalmente honesta.

—Yo la mate. Yo mate a mi abuela.

Christoff me acunó con más fuerza, como si quisiera protegerme del peso de mis propias palabras. Jean Marie, al borde de un colapso total, sintió cómo su control se resquebrajaba ante el cuerpo sin vida de su madre y mi declaración. Sus ojos, antes vidriosos de incredulidad, ahora ardían con una desesperación más profunda.

—No, no puede ser —murmuró, sus ojos buscando a los de Christoff, una nueva urgencia reemplazando el horror más inmediato. La política, el deber, o quizás un miedo ancestral, superaron incluso su dolor. —Tienes que llevarla al internado. Debes sacarla de aquí. Debes llevarla con su padre... antes de la luna llena.

Christoff, aún intentando procesar la escena, sintió el ramalazo de algo vital que se le escapaba, un rompecabezas cuyas piezas no encajaban del todo.

— ¿Quién? ¿Quién es su padre, Jean Marie?

La Reina tragó grueso, un nudo visible en su garganta. Sus ojos, llenos de un terror que trascendía el momento presente, se encontraron con los de Christoff, y le dijo la verdad que solo unos pocos conocían, una verdad que redefinió el mundo en un instante.

—Christoff... Edolf es el padre de Anne Marie.

La revelación golpeó a Christoff con la fuerza de un rayo, reconfigurando no solo la realidad del internado, sino la rivalidad con Derek, la Alianza misma, y ​​el destino de todos nosotros. Pero no perdió un segundo en procesarlo; la mención de la luna llena era una advertencia crítica que no podía ignorar. Sin soltarme, me alzó en sus brazos, mi peso insignificante contra su fuerza, y me sacó de la cabaña, que ahora comenzaba a arder, una columna de humo ya elevándose. Me montó en su caballo con una agilidad sorprendente, trepó tras de mí y espoleó al animal con desesperación, galopando lejos, muy lejos, antes de que las consecuencias de mi acto los alcanzaran a todos. Sentí el viento en mi cara, el mundo borroso a nuestro alrededor, y el peso de lo que había hecho, el peso de lo que era, me siguió a cada galope, un fantasma imperecedero.




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