Luna Sangrienta

Capitulo 30

El aliento se me cortó en los pulmones, atrapado contra la violencia sorpresiva del beso de Christoff. No fue una caricia; Fue un asalto sensorial , un relámpago que me atravesó dejándome en blanco. Había conocido la ternura y el caramelo de los besos de Derek, pero este... este era distinto. Era una fuerza cruda, hambrienta, que demandaba en lugar de pedir. Sentí la dureza de sus labios como un ancla posesiva, una presión que me aplastaba contra su intención. Mi mente, un circuito en cortocircuito, no podía procesar la audacia ni la furia del sabor que me estaba reclamando.

Cuando su lengua se abrió paso, no fue una exploración, sino una toma de posesión . Estaba paralizada, tan entumecida por el shock que por un instante, el mundo se redujo al ruido sordo de mi pulso latiendo en mis oídos y al calor peligroso que emanaba de su boca.

Entonces llegó el pinchazo. Afilado, preciso, una chispa fría y caliente. Sus colmillos se hundieron en mi labio inferior. El dolor fue mínimo, un zumbido agudo, pero la succión que siguió fue lo que hizo explotar la presa de mi autocontrol. Un gemido gutural escapó de él, grave y resonante, y sintió la tibieza pegajosa de mi propia sangre contra su lengua. Era una sensación ilegal y extrañamente familiar , como si esta violación fuera un ritual del que había olvidado formar parte. Una ola de calor líquido recorrió mi cuerpo desde mi boca hasta mis dedos de los pies. Estaba mareada, a punto de rendirme, a punto de caer en esa espiral deliciosa y desquiciada.

La espiral se rompió con un estallido de agonía .

Un dolor intenso, seco, me atravesó la pierna derecha. No era un dolor muscular; era el sonido y la sensación de la estructura interna cediendo. Escuche un crack espeluznante. Un grito desgarrador se rasgó desde el fondo de mi garganta mientras caía de rodillas, el impacto enviando ondas de dolor ardiente por mi cadera. Mi cuerpo me estaba traicionando.

La luna era una perla plateada y burlona sobre mí.

Christoff intentó acercarse, la preocupación deformándole el rostro de depredador perfecto. ―¡No te acerques!―, jadeé, la voz convertida en un raspón. Otro sonido, seco y húmedo a la vez, resonó en el claro: una de mis vértebras se había quebrado. Caí al suelo, retorciéndome inútilmente. El pánico me inundó, pero no era el pánico de Christoff, sino el pánico por él. Un vampiro cerca de una lobo en transformacion, era un verdadero peligro para el.

―¡Vete! ¡Es peligroso! ¡Puedo hacerte daño!―, rugí, y el sonido que salió no era humano, era áspero y prometía violencia.

No me escuches. Pero mi instinto protector, esa necesidad animal de alejar el peligro de mi radio de destrucción, se impuso. Solté un aullido bajo, una advertencia que era a la vez un ruego.

En ese momento, la tensión se rompió por la voz autoritaria de Derek. Y luego, la presencia firme de Edolf. Vía a Christoff obligado a ceder, su furia encendida en sus ojos mientras desaparecía.

Mi cuerpo era un campo de batalla. Sentía los huesos moliéndose, reorganizándose, una tortura química que me consumía. Entonces, Edolf se inclinó. Sus manos tocaron mis hombros, y sentí un calor sólido y protector que nunca antes había conocido.

―No lo reprimas, Anne Marie―, me susurró, y en sus ojos había una tristeza antigua y un amor recién descubierto. ―Deja que fluya. Cede ante lo que eres.

Negué con la cabeza, las lágrimas salpicando la tierra. No quería ceder. No quería convertirme en el monstruo que sabía que era.

El dolor se hizo de color negro. Lo último que percibí fue la voz profunda y firme de Edolf, una promesa sobre el caos: ―Estoy aquí, hija. Todo estará bien―. Y luego, la conciencia se astilló en mil fragmentos, absorbida por la metamorfosis.

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Desperté anclada en una realidad pálida. Un sabor metálico y rancio invadió mi boca, y mis párpados se abrieron para enfrentarse a la luz tenue y quirúrgica de la enfermería. Mi cuerpo no me obedece; cada músculo era un lamento sordo, pesado como arcilla húmeda. Me incorporé con un espasmo de dolor, el corazón latiéndome a un ritmo furioso, completamente desorientada. No recordaba cómo había llegado allí, solo una niebla roja y el eco de un dolor tan inmenso que había rasgado mi conciencia.

Entonces lo vi. Edolf Belladonna, una silueta oscura y tensa en un sillón de la esquina. Cuando notó mi movimiento, se puso de pie con una rapidez inusual, su expresión habitualmente fría ahora marcada por un profundo, casi desesperado, alivio. Se acercó a la cama, y ​​por primera vez, sus ojos no me inspiraron recelo, sino una ternura cautelosa.

―Anne Marie. Estás bien. Estás a salvo —susurró, y el sonido de mi nombre en su voz fue una ancla bienvenida.

―¿Qué... qué pasó? —Mi voz sonó rasposa, una queja patética que apenas reconocí.

Él tomó asiento con suavidad. ―Tuviste tu primera transformación completa, Anne Marie. En lobo.

El vacío en mi memoria era un abismo aterrador. ―No recuerdo nada. Solo dolor... y la fisura de la cabaña, el cuerpo de mi abuela... —Esa imagen, aunque difusa, era un puñal.

Edolf caminando, con la paciencia de quien ha cargado con secretos demasiado tiempo. ―Durante las primeras transformaciones, ese lado es abrumador. Es una fuerza primitiva. Tu lado humano se ve distorsionado, eres incapaz de mantener el control y la conciencia. Es normal. Tienes un linaje poderoso, y tu cambio es, por naturaleza, más difícil de dominar.

Se movió ligeramente, y la atmósfera se hizo grave. Sabía que la conversación cambiaba de la biología al corazón.

―Quiero hablar contigo, Anne Marie. Sobre lo que pasó... y sobre la verdad.

Lo miré, sintiendo un escalofrío de dolor heredado. Las palabras de mi madre resuenan como un eco de traición. ―Usted...

―Sí —asintió Edolf, la culpa pesándole en los hombros—. Jean Marie y yo tuvimos una relación. Éramos jóvenes, estúpidos y creímos que el amor podía superar el odio de nuestras especies. —Sus ojos grises, grandes de hielo, se cargaron de una humedad que se negó a derramar—. Yo no sabía que Jean Marie estaba embarazada.




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