El valle estaba en silencio, tan profundo que incluso los árboles parecían contener el aliento. Las runas en las piedras del antiguo círculo brillaban débilmente, como un eco de la magia que alguna vez había sellado un poder capaz de destruir mundos. Durante veinte años, aquel lugar había permanecido intacto, protegido por los sacrificios de los que lucharon para preservar el equilibrio. Pero el silencio no era eterno.
Una figura emergió de entre las sombras. Alta, delgada y envuelta en una capa negra que parecía devorar la luz de la luna, avanzó hacia el centro del círculo. La capucha que cubría su rostro cayó hacia atrás, revelando a Lyssa, la loba que alguna vez formó parte de la manada de Caelum. Sus ojos, ahora oscuros y brillantes como el ébano, reflejaban una mezcla de ira y ambición.
—Por fin… —susurró, dejando que sus dedos acariciaran la superficie de una de las piedras. Las runas brillaron tenuemente bajo su toque, como si recordaran su presencia.
A su alrededor, otros encapuchados se movían en silencio, colocando artefactos antiguos y recipientes llenos de líquidos oscuros en puntos específicos del círculo. Eran los Portadores de la Sombra, una secta que había dedicado años a estudiar las antiguas runas y a desentrañar los secretos de los ancestros.
Lyssa levantó la vista hacia el cielo, donde la luna llena bañaba el valle con su luz.
—Ellos pensaron que el equilibrio estaba asegurado —dijo, su voz resonando en el aire como un susurro peligroso—. Que sus sacrificios serían suficientes.
Bajó la mirada hacia uno de los fragmentos del amuleto, que ahora colgaba de una cadena en su cuello. Aunque su poder estaba limitado, aún vibraba débilmente, como si respondiera a la magia de las runas.
—Pero el equilibrio no es eterno. Y el poder, una vez contenido, siempre encontrará una forma de escapar.
Uno de los encapuchados, un hombre robusto con cicatrices en el rostro, se acercó a ella, arrodillándose con respeto.
—Todo está listo, maestra. El ritual puede comenzar.
Lyssa asintió y levantó una mano, señalando hacia las piedras.
—Hoy comenzamos a romper las cadenas que atan nuestro potencial. No somos criaturas sometidas al equilibrio; somos los herederos de esta magia, y la usaremos como mejor nos convenga.
Los encapuchados comenzaron a murmurar palabras en un idioma olvidado, y las runas en las piedras brillaron con más intensidad, liberando destellos de energía que llenaron el aire con un zumbido eléctrico. El fragmento del amuleto en el cuello de Lyssa comenzó a vibrar, respondiendo al poder que se liberaba poco a poco.
Pero algo no estaba bien.
Una grieta invisible recorrió el suelo del círculo, extendiéndose hacia las piedras. Las runas comenzaron a cambiar de color, de un plateado brillante a un rojo oscuro, como si el lugar mismo rechazara el ritual.
Lyssa frunció el ceño, pero no se detuvo.
—¡Continúen! —ordenó, su voz cargada de autoridad.
Los encapuchados obedecieron, intensificando sus cánticos. Las piedras comenzaron a temblar, y una grieta aún más profunda se abrió en el suelo, dejando escapar un humo negro que se arremolinó alrededor del círculo.
De repente, una voz profunda resonó desde las sombras, haciendo que incluso Lyssa se detuviera por un momento.
—Este lugar no es tuyo.
El humo negro comenzó a tomar forma, convirtiéndose en una figura lupina de tamaño imponente. Era el guardián del valle, el mismo que había protegido las runas y guiado a Elara y Caelum años atrás. Sus ojos dorados brillaban con furia, y su voz resonó como un trueno.
—Se os advirtió. Se os dio tiempo. Pero habéis elegido la destrucción.
Lyssa dio un paso adelante, su mirada fija en el guardián.
—El tiempo del equilibrio ha terminado. Tú y los que creyeron en esa ilusión no tienen lugar en este nuevo mundo.
El guardián gruñó, y las runas en las piedras comenzaron a pulsar violentamente.
—Tu ambición será tu perdición.
Antes de que pudiera atacar, Lyssa levantó el fragmento del amuleto, canalizando su energía hacia el guardián. Un rayo de luz oscura lo alcanzó, haciéndolo retroceder momentáneamente.
—¡No puedes detenerme! —gritó Lyssa, con una sonrisa triunfal—. Este fragmento es solo el comienzo. Cuando los restos de las runas sean míos, este poder será nuestro para siempre.
El guardián, debilitado pero aún imponente, dejó escapar un aullido que resonó en todo el valle antes de desvanecerse en las sombras.
Lyssa se giró hacia sus seguidores, su sonrisa aún presente.
—Este es solo el inicio. Ahora sabemos que su poder puede ser derrotado. Prepárense, porque pronto, todo el equilibrio que tanto defendieron caerá, y nosotros seremos los nuevos guardianes de este mundo.
Mientras los Portadores de la Sombra se dispersaban, las runas en las piedras brillaban débilmente, como si el lugar mismo supiera que su lucha no había terminado.
En un rincón lejano del bosque, el aullido del guardián se desvaneció en el viento, llevándose consigo un mensaje destinado a aquellos que alguna vez protegieron las runas: Elara. Caelum. Lunara. El equilibrio estaba a punto de romperse otra vez, y esta vez, el destino del mundo dependería de una nueva generación.
Dependera de ella, Lunara.
Elara siempre decía que la magia era una extensión del alma, que su fuerza provenía no solo del conocimiento, sino de la voluntad de enfrentar lo imposible. Para Lunara, sin embargo, la magia era un caos. Cada hechizo que intentaba conjurar se sentía como si algo en su interior estuviera tratando de escapar, una fuerza descontrolada que nunca terminaba de dominar.
Ese pensamiento rondaba su cabeza mientras permanecía en el centro del claro, rodeada por los miembros más jóvenes de la manada. Todos la miraban con expectativa, algunos con admiración y otros con un toque de escepticismo.
—Concéntrate, Lunara —dijo Caelum, que observaba desde un lado con los brazos cruzados. Su tono era calmado, pero había un toque de frustración en su voz—. No estás luchando contra la magia, debes fluir con ella.