Para el año 2035, México se encontraba en un momento extraño: una mezcla de crisis, esperanza y una ambición silenciosa que llevaba décadas queriendo gritar. Mientras el mundo seguía dependiendo de las grandes potencias para la exploración espacial, un pequeño grupo de científicos tapatíos logró lo que nadie imaginó: convencer al gobierno de financiar el primer programa espacial mexicano con tecnología propia.
Lo bautizaron LUX-1, siglas de Laboratorio Universal eXperimental — Proyecto 1, pero también porque “Lux” significaba luz, la primera chispa que México lanzaría al cielo.
El corazón secreto del programa estaba escondido en La Mojonera, Zapopan, donde alguna vez hubo corrales y huertas polvorientas. Hoy, ahí se levantaban hangares metálicos, laboratorios improvisados, antenas recién instaladas y un módulo de entrenamiento con forma de cilindro blanco, tan silencioso que daba miedo.
Pocos sabían la verdad:
El proyecto no solo buscaba llegar a la Luna.
Había señales extrañas… patrones que no coincidían con ningún ruido espacial conocido.
Pero eso la mayoría lo ignoraba.
Solo cinco personas conocerían el mapa completo.
Cinco mexicanos comunes, elegidos para algo que todavía no comprendían.
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Evelyn — La psicóloga que veía más allá
Evelyn estaba sentada en la sala de descanso del Centro Experimental LUX-1, rodeada de tazas de café a medio terminar. Llevaba semanas evaluando a los aspirantes del programa, revisando perfiles psicológicos y descartando a quienes no soportarían el encierro, la presión o los silencios del espacio.
Su cabello negro recogido en una coleta alta dejaba ver ojeras marcadas. No dormía bien desde hacía días; cada noche tenía el mismo sueño:
una luz blanca que no debería existir, y un latido que no era humano.
La mañana en que todo cambió, el director del programa—Dr. Arturo Almazán—entró a su oficina sin tocar la puerta.
—Evelyn, ya tomamos la decisión —dijo, dejando caer un expediente rojo sobre el escritorio—. Queremos que tú formes parte de la tripulación principal.
Ella lo miró como si hubiera escuchado mal.
—¿Yo? Soy psicóloga, Arturo. Mi trabajo es evaluarlos, no irme a la Luna con ellos.
Almazán tomó aire.
—No es solo una misión científica. Hay… cosas que no sabemos cómo explicar. Necesitamos a alguien que pueda comprender la mente humana, pero también lo que la mente no entiende.
Evelyn sintió un escalofrío.
La luz del sueño volvió a su cabeza.
—¿Qué cosas? —preguntó.
El director solo murmuró:
—Señales. Señales que no vienen de nuestros satélites. Y creemos que están relacionadas con el sitio donde aterrizarán.
Evelyn no respondió.
Su vida iba a cambiar.
Y no necesariamente para bien.
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Oliver — El comandante que nunca fallaba
Mientras Evelyn procesaba la noticia, su hermano Oliver estaba a quince metros de distancia, dentro del simulador de gravedad variable, sudando como si corriera un maratón.
Era oficial del ejército mexicano, experto en misiones tácticas, rescates, evacuaciones y lo que fuera que pusiera a un ser humano al límite. Su récord era perfecto.
Cuando el Dr. Almazán lo llamó a su oficina, Oliver llegó aún respirando fuerte.
—Si es por el reporte del simulador, el fallo no fue mío —dijo apenas entró.
—No te llamé por eso —respondió el director, cruzando los brazos—. Te llamé porque te necesitamos al mando de LUX-1.
El silencio se apoderó del cuarto.
Oliver pensó en su hermana.
Pensó en el riesgo.
Pensó en las señales misteriosas que había escuchado a medias en conversaciones que no debía oír.
—¿Evelyn va también? —preguntó.
—Sí. Ya aceptó.
Oliver cerró los ojos.
No quería ir.
Pero si su hermana iba, él también.
—Entonces cuente conmigo.
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Marina — La doctora que nunca dijo no
Mientras tanto, en el módulo médico, Marina revisaba un lote de muestras traídas del entrenamiento de aislamiento. Era doctora militar, acostumbrada a trabajar con equipo viejo, gente lesionada y situaciones que cambiaban de un segundo al otro.
Le gustaban los retos.
Esa era su maldición.
Cuando la puerta se abrió, vio entrar al director Almazán.
—Marina, te necesitamos en la tripulación LUX-1.
Ella dejó la bandeja de muestras en la mesa.
—¿Eso significa que lo que sea que encontraron en las señales está vivo? —preguntó sin rodeos.
El director apretó la mandíbula.
No dijo sí.
Pero su silencio fue suficiente.
—Bien —respondió Marina, ajustándose los guantes—. Solo necesito que me den 24 horas para preparar mi equipo. Y quiero acceso completo a todas las grabaciones de las señales.
—Te mandaré los archivos a tu tablet.
—No, doctor —lo corrigió ella, mirándolo con seriedad—. Todas las grabaciones.
Ese detalle hizo que el director dudara un instante antes de asentir.
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Teo — El ingeniero que podía arreglarlo todo
Teo estaba en el hangar principal, soldando un panel de soporte en la cápsula LUX-1. Tenía grasa en las manos, música de rock en los audífonos y una habilidad casi mágica para entender máquinas sin necesidad de manual.
No sabía nada de señales misteriosas.
Pero sí sabía que el módulo tenía fallas que nadie más había visto.
Cuando sintió una mano en su hombro, casi tiró la soldadora.
—Teo —dijo el director Almazán—. Te necesitamos como ingeniero principal de la misión.
Teo parpadeó.
—¿A la Luna? ¿Yo? Pensé que solo era el técnico de tierra.
—Eso pensabas tú. Pero conocemos tu trabajo. Y si algo falla allá arriba, queremos que estés del lado correcto de la puerta.
Teo sonrió nervioso.
—Bueno… supongo que está bien. Pero dígame una cosa: ¿las señales son reales?
El director bajó la voz.
—Lo son. Y tú repararás la antena que las detectó.