El primer minuto después de entrar a la etapa de ingravidez siempre se siente irreal. Como si el cuerpo tardara en aceptar que dejó atrás la Tierra. Los cinco miembros de la misión LUX-1 permanecieron en silencio mientras las correas se soltaban y el módulo interno cambiaba a iluminación blanca tenue. Afuera, el vacío.
El sistema de navegación anunció con voz metálica:
—Transición estable. Motor principal apagado. Órbita inicial en proceso.
Oliver, el comandante, fue el primero en desabrochar su arnés. Se impulsó suavemente, dominando el movimiento con una facilidad que no sorprendió a nadie: llevaba años entrenando en los simuladores de La Mojonera. Su voz, sin embargo, sonaba tensa.
—A ver… ¿qué demonios fue eso que escuchamos? —preguntó mientras se acercaba a la consola principal.
La pantalla seguía mostrando un registro visual congelado: una oscilación en la telemetría, un pico de señal que no tenía por qué existir. Era como si algo allá afuera hubiera enviado una respuesta inmediata a la transmisión automática de su nombre en clave: LUX-1.
Evelyn flotó con un pequeño impulso, acercándose para observar. Desde que la señal fue descubierta meses atrás, su especialidad como psicóloga se había vuelto crucial para interpretar si había patrones humanos, emociones, intención. La señal original desde el cráter Aristarchus era matemática, limpia, mecánica. Pero lo que acababan de captar… no.
No era limpio. No era frío. No era normal.
Era algo parecido a un suspiro.
—Reprodúcelo otra vez —pidió Evelyn.
Teo, el ingeniero, obedeció y tocó el panel táctil. El sonido llenó el interior del módulo: un golpe de ruido blanco, seguido de una especie de vibración grave, casi como si una palabra quisiera formarse pero no pudiera. Marina, la doctora, sintió un escalofrío recorrerle los brazos.
—Eso no es interferencia —dijo ella con voz baja—. Y no es eco de la nave. No suena mecánico.
Vicente, el biólogo, frunció el ceño.
—Pero tampoco suena vivo… ¿o sí?
Silencio. Todos se quedaron viendo el espectrograma azul que se movía lentamente como una respiración grabada.
Boom… boom… boom…
Evelyn se alejó un poco, respirando profundo, tratando de ordenar su mente. Desde que ella escuchó por primera vez la señal original, meses antes, sintió algo extraño. Como una intuición que no podía explicar con ciencia: no se trataba de un fenómeno natural. Tampoco de un mensaje humano. Pero era… algo más parecido a un pensamiento.
—¿Puede la Luna… generar esto? —preguntó Marina, casi con miedo.
—No —respondió Vicente de inmediato—. No hay atmósfera, no hay vida, no hay nada que pueda emitir un patrón así.
—Entonces… —dijo Evelyn en voz baja—. ¿quién lo está haciendo?
Oliver se acomodó los auriculares.
—Vamos a tratarlo como una anomalía espacial. No sabemos si es un eco de partículas solares, si es una reacción del campo magnético terrestre, o… —calló un segundo— lo otro que sabemos que todos estamos pensando.
Nadie lo dijo. Pero todos lo pensaron.
La señal imposible.
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A las 23:14, hora central de México, la nave completó su órbita inicial alrededor de la Tierra. Desde la ventana panorámica se veía el planeta entero, azul, vivo, inmenso. Y, de alguna forma, más lejano que nunca.
La luz entraba de manera suave, iluminando los rostros de los cinco tripulantes. Marina estaba revisando inventario médico; Teo ajustaba el sistema hidráulico del brazo robótico; Vicente organizaba los sensores de muestreo; Oliver estudiaba la ruta al punto de transferencia; y Evelyn escribía en su tableta, registrando el estado emocional del equipo.
Pero nadie, absolutamente nadie, podía dejar de pensar en la anomalía.
Fue Evelyn quien se animó a romper el hielo.
—No sé si ya todos lo están pensando, pero… —dijo mientras giraba lentamente sobre sí misma para mirar al resto—. La señal de Aristarchus apareció hace cuatro meses. Nadie entendió el patrón, pero todos coincidimos en que no era natural. Y justo hoy, que salimos al espacio… aparece un eco que responde justo a nuestro impulso inicial.
Vicente levantó la mirada desde sus sensores.
—Sí. Como si supiera que veníamos.
—O como si nos estuviera esperando —agregó Marina.
Teo soltó una pequeña risa nerviosa.
—Bueno, si algo vivo está esperándonos en la Luna, espero que mínimo ya tengamos lugar reservado en su hotel espacial.
Oliver suspiró.
—A ver, cálmense. No sabemos nada todavía. Nos falta una semana de viaje, primero debemos estabilizar la trayectoria y luego comunicarnos con el PMEA para informar la anomalía.
Pero justo cuando terminó de decirlo… algo golpeó la nave.
No fue fuerte. Tampoco un impacto que pusiera en riesgo la estructura. Fue más bien un golpe seco, como si una piedra pequeña hubiese rebotado contra el fuselaje. Todos giraron al mismo tiempo.
—¿Sentiste eso? —preguntó Marina.
—Sí —respondió Teo, ajustando su cinturón para impulsarse hacia la ventana lateral—. Revisen por fuera.
Pero no se vio nada. La cámara externa mostraba oscuridad, estrellas silenciosas, y el brillo distante de la Tierra. Nada más.
Otro golpe.
Tac.
Esta vez, más marcado.
Oliver apretó los dientes.
—Teo, revisa los sensores externos. Evelyn, monitorea la señal. Vicente, busca cualquier fluctuación biológica. Marina, prepárate por si necesitamos un protocolo médico de emergencia. ¡Muévanse!
Todos reaccionaron al instante. Durante tres minutos intensos, el módulo se llenó de sonidos electrónicos, avisos, respiraciones contenidas. La nave no mostraba daños. No había cuerpos extraños adheridos. No había partículas registradas. No había… nada.
Hasta que, sin aviso, la señal volvió a sonar.
Pero ahora no era un suspiro. No era ruido blanco. Era algo más.
Era una palabra.
Una palabra que todos entendieron.
—“Lux”… —dijo Evelyn en voz casi inaudible—. ¿Escucharon? Dijo… Lux.