KANDEM
Desde la distancia, la ciudad parece dormida en un sueño invernal, cubierta por una acolchada sábana blanca que arrecia con mayor fuerza a cada minuto que pasan allí, en la sombra proyectada por la última línea de árboles. Ni una luz proviene de las viviendas que aún permanecen en pie, ni de los grandes baluartes torres y cúpulas erigidas en gruesos bloques, las estructuras que contenían madera se han derrumbado, montones de bultos se ven como pequeñas montañas entre las calles, cubiertas por una gruesa capa de blanca nieve, no se ven peatones y la iluminación colectiva de las calles adoquinadas es tenue y moribunda allí medio soterrada en nieve y lodo. Sobre sus cabezas la tormenta se ha asentado, arrancando silbidos tenebrosos de las copas de los árboles y empeorando la visibilidad de la ciudad a la distancia. Ni siquiera en los puestos de vigilancia entre los árboles encontraron hombres atentos a los viajeros y las aledañas madereras parecen desiertas, intactas, es el recurso con mayor valor y tarde o temprano la Soberanía querrá hacer uso de ellas.
—Mi Señor, los exploradores están listos. —Mathias, sigiloso como siempre, llega hasta su sitio entre dos altos árboles de pino, bajo sus pies hay una cama tanto de espinas como de nieve que cruje cada vez que pasa el peso corporal de una pierna a la otra.
—Envíalos —asiente, volviendo a cubrirse la cabeza con la capucha, sobre el cabello negro ya se iba formando una capa blanca que se derretía con su calor corporal—, quiero a todos los hombres atentos y listos para luchar.
—A la orden, mi Señor. ¡Conmigo, todos, atentos!
La voz de Mathias es tan fuerte como debería serlo la de cualquier líder, es un buen hombre. Los gritos repitiendo las órdenes se esparcen por el campamento mientras cinco motocicletas se abren paso por la nieve en aquel camino que luce abandonado, cruzando las explanadas que en verano serían cubiertas por un verde y tierno césped. En pocos y prudentes minutos se encuentran cruzando a pie las torretas unidas por un arco tan ancho para que los vigías caminen por ella sin tocarse los unos a los otros. Los cinco exploradores desaparecen de la vista, internándose en la ciudad, por los comunicadores en sus oídos puede escuchar las descripciones de lo que miran.
Calles vacías, desperdicios, sacos de granos y de frutas en los suelos, puertas abiertas y ventanas rotas, paredes de edificios enteros derrumbados otros tantos colapsados bajo las llamas, ratas merodeando y mordisqueando cadáveres… Uno, dos, cuatro, veinte, cincuenta… No suficientes, la población de Mandess es mucho, mucho mayor. Huele a muerte. A las puertas de baluartes de importancia llaman a gritos como a gritos el viento quiere enterrarlos en la nieve, aquella tormenta apenas empieza y no se encuentra ningún alma tras una hora de recorrido.
Por su mente la idea ha cruzado desde que partieron de Senerys, pero es demasiado dolorosa para decirla en voz alta. Es más fácil sujetarse de un lazo de esperanza y seguir adelante: quizá a Renner y su familia los han tomado prisioneros también, y están en Anerys, sí, allá los rescatará también junto con su hermana y sus sobrinos. «Sean fuertes, estoy en camino».
—Vuelvan al campamento.
—En seguida, mi Señor.
La comunicación se termina.
—Karlile, dile a los hombres que marcharemos hacia la ciudad, la registrar… —En su oído derecho un chirrido insoportable le hace llevarse la mano al auricular y arrancarlo para terminar con la tortura a sus tímpanos. Se gira hacia la entrada de la ciudad, esperando ver salir a sus hombres caminando con la misma seguridad como entraron. El auricular aún chilla en su mano, puede sentir las vibraciones aún a través del cuero de sus guantes. Esperan, los demás también intentan establecer comunicación, pero no hay respuestas. Minutos cortos transcurren y de entre aquellas torretas sólo surgen cinco figuras blancas, altas y firmes sobre corceles tan blancos como sus vestimentas. En su torrente la sangre se siente helar cuando, de los extremos este y oeste de la ciudad emergen figuras igual de imponentes. «Son ellos». Diez, veinte, treinta, cincuenta..., no son más de cien, les ganan en número pero…—. ¡A sus puestos! ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!
Los pequeños muros que las barricadas en la línea de árboles han construido no servirán de mucho si los fiat lux atacan, lo saben todos, pero esos altos e imponentes seres no parecen estar dispuestos a atacar, permanecen inmóviles en los tres puntos cardinales en que han emergido las fuerzas, formando pequeñas hileras de cinco en cinco, sables curvos en mano, azulados como esos ojos de hielo que relucen aún sobre la tempestad, como faros en medio de la obscuridad.
—No parecen estar dispuestos a atacar, mi Señor. ¿Atacamos nosotros? Los números están a nuestro favor —insiste Mathias, como los demás, el arma cargada en mano, listos para atacar. Sin embargo, antes de que pudiera tomar una decisión, la vibración del auricular se detiene y se escucha en cambio un murmullo lejano, la voz se hace clara cuando vuelve a colocar el dispositivo en su oído derecho.
—¿Venís a ofrecer la rendición, humano? —Es la misma voz, el mismo hombre que envío la amenaza a Senerys, pero, ¿cuál de todos esos será? Ninguno se mueve, no puede distinguir sus labios moverse desde la distancia—. Teníais tres días, humano, vuestros hermanos aún están en el paso, decidme: ¿su vida o tu regencia?
—¿Dónde está Renner? ¿Dónde está su familia? ¿Dónde está la gente de Mandess? —replica él, dando un paso lejos de la línea segura, sus hombres se tensan, atentos, más aún aquellos que comparten comunicador.
—Ellos han ido con el Creador, no temáis por ellos, no sufrirán más. ¿La vida de vuestros hombres, o vuestra regencia, humano? —insiste, pero para Kandem no hay nada más que el viento y la nieve revoleándole las capas de ropa. Sus hombres, aquellos que han escuchado el mensaje, le dirigen una mirada expectante, y aún antes de que la orden sea dada, desenfundan sus armas y colocan los cascos negros que les cubren por completo hasta debajo de la barbilla.