Luxor: Ascenso

XLVI.

KANDEM

 

Han forzado los motores cuanto han podido y mantenido el “ahorro de energía” activo desde el primer instante en que partieron, pero la intempestiva tormenta no merma su fuerza y la marcha se ralentiza con la escaza visibilidad; una docena de hombres van al frente marcando el camino con sus luces traseras para que la retaguardia sepa por dónde marchar y evitar caer en un acantilado o por alguna mala parte del terreno. El frío, además, hace que el viaje en los vehículos sea incómodo, las articulaciones se le endurecen y parecen rechinar cada vez que estira los dedos de las manos y las rodillas, duelen cuando el vehículo se mueve demasiado a pesar de estar abrigado con sus cotas, un abrigo de piel y una capa de piel de zorro, que ni se asoma a la que Lessany le obsequió. «Debí guardarla antes de la batalla y no dejarla caer en la nieve como un imbécil».

La marcha se detiene y Karlile se acerca al vehículo del Señor, conducido por Mathias, el más hábil al volante de sus hombres y el de mejor vista, y dos de sus escoltas ocupando los asientos traseros: Kamile y Tristan de Marget. 

—¿Qué ocurre? —inquiere él, bajando el cubrebocas para que le escuchen. Los ojos grises de Karlile parecen dos focos entre la oscuridad de la tormenta.

—Hay luces al otro lado de la montaña, mi Señor —informa—, quizá son los hombres del Señor de Bernon.

De un salto baja del vehículo y sus dos escoltas le siguen de cerca, hundiéndose hasta las rodillas en la nieve. Les siguen también Lin y Madox, que al ver a su Señor emprender la marcha bajan de la unidad desde la cual les seguían y se sitúan a cada uno de sus lados, Karlile es quien emprende la marcha pasando los vehículos y motocicletas que abrían el paso. Tras cien metros de caminata por la nieve, con el viento tironeándoles de las ropas, logran llegar a un escarpado pero transitable pasaje por el cual deberían descender para seguir el camino hasta las ruinas de la Fortaleza del Vigía, éstas son visibles apenas como pequeños destellos de estrellas en una noche.

—Intenta enviar un mensaje —dice él, en otro tiempo Renner estaría al mando de tal acción, pero en su ausencia Linas ha tomado el dispositivo de comunicación de rango más largo y hace intentos de emitir alguna señal, pero no obtiene respuesta—. Entonces usemos el Código del Vigía.

—¿Señor? —inquiere Lin.

—Tráiganme un reflector aquí, uno de los potentes o… —mirando hacia las sombras que sus cuerpos proyectan en la nieve se gira hacia el camión a su espalda y se dirige hace él. Con presteza el conductor baja y se inclina con una reverencia—. Necesito tu vehículo.

—Lo que desee mi Señor —es la respuesta del conductor. Kandem brinca al alto asiento delantero y mira el panel de control, buscando el comando de las luces altas.

—¡Muévanse! —grita a sus hombres desde la ventana del camión y éstos se apartan del camino de las luces—. Muy bien —se dice, bajándose la capucha de la cabeza—, el código, longitud de destello y rapidez. “Somos Senerys”, sí, con eso sería suficiente.

Minias le instruyó que en otros tiempos, cuando la Fortaleza del Vigía era de verdad una fortaleza que resguardaba las montañas y estaba constituida por cientos de pequeñas hileras de fortalezas que cruzaban el noreste y el norte, en ese entonces era imposible intercambiar diálogo y las comunicaciones se veían interrumpidas por el mal clima, como ahora, pero sus ancestros se las arreglaron para comunicarse a través de la luz entre las montañas, cubriendo y descubriendo faroles o lámparas de aceite para formar letras, palabras y al final, oraciones completas. “Quiero aprender”, recuerda que le dijo al que ya era un hombre entrando en edad, con canas salpicándole la barba. “¿Para qué?”, respondió el tutor, “ahora son escasos los hombres que conocen el código, hombres viejos en su mayoría”. Ahora, Kandem espera que Mant sea lo suficientemente viejo para conocer el código.

Luz, luz, luz, oscuridad corta, luz larga, luz larga, luz larga, oscuridad corta y luego otra vez luz larga… Toc, toc, toc, suenan los interruptores de las potentes luces cada vez que las enciente y las apaga, hasta que las deja apagadas y vuelve a bajar del vehículo, la vista fija en la montaña al otro lado. Entonces es cuando las luces se apagan, todas excepto una y comienza a titilar de forma controlada y pausada, moviendo los labios Kandem hace su mayor esfuerzo por interpretar las señales, no es tan fácil como transmitirlas pero la respuesta es clara: “Bernon”.

—¡Son ellos! ¡Son ellos! —Los gritos de celebración se expanden entre sus hombres. Aunque no saben en qué condiciones se encuentran, al menos están vivos, a medio día de camino, quizá, pero vivos y ellos, que son la mitad de los que eran cuando partieron de Senerys, llevan suficiente ayuda. Los camiones se ponen en marcha de nuevo en la oscuridad de la noche rumbo hacia los hermanos, esperando poder llegar esta vez a tiempo. 

 

LESSANY

 

—¡Esto es una clara violación al tratado comercial al que habíamos acordado, Dama de Kasttell! ¡Compromete el libre mercado que La Alianza mantiene con…! —El piloto, con sus manos esposadas en su espada, sentado en una celda de Senerys, se encuentra con la nariz congestionada por el cambio brusco de clima, un pequeño moco verde se asoma por una de sus fosas pero no puede hacer nada por limpiarlo, esto empeora el acento nasal de su sede natal

—¡Silencio! —Lessany alza la voz, y hasta los carceleros callan—. Ahórrame toda esa porquería de leyes que sólo se resumen en algo: Mientras les brinden lo que Capital desea y cuando ellos desean estarán bien, o, en su defecto, omitir de sus agendas aquellas sedes que no cuenten con el favor de la Soberanía. Dime, ¿vas a cooperar o no?

Se acuclilla al otro lado de los barrotes, en esta ocasión ni siquiera se ha tomado el atrevimiento de entrar en la celda, el piloto no es un hombre importante pero su nave, estacionada en el patio principal del Baluarte de Militancia, donde cuatro aeronaves más podrían estar bien ubicadas también, es un recurso valioso. Lo intimida con sus gestos, con su armadura, con la mirada celeste, la misma mirada penetrante que Liunius de Kasttell ejercía sobre sus lacayos.




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