Luxor: Ascenso

V.

LESSANY

 

Espabilándose por la sacudida que recibe al ser lanzada con brusquedad, Lessany se incorpora con lentitud para intentar descubrir a dónde la han arrastrado, pero no es más que su estancia privada. Los bélicos detrás de sus extraños cascos negros brillantes como betún  la observan en cada momento desde todos los rincones. Sureños. 

Con los ojos inyectados de sangre e inflamados por el llanto les dedica una mirada de odio y en un intento de retomar el control de su vida se levanta del suelo alfombrado donde la lanzaron y sube las escaleras a prisa siendo seguida por las rápidas botas de los enmascarados, no son tan rápidos como para evitar que ella digite el comando para abrir el balcón y la noche la reciba con su cielo púrpura pintarrajeado con nubes, la brisa amenaza con arrebatarle los pliegues de la bata y la túnica. Antes de que puedan preverlo, la Dama Lessany de Kasttell está de pie al borde de la balaustrada.

—¡No se acerquen o salto! —advierte al verlos intentar salir al balcón con ella. Alzando las manos uno de ellos retrocede y los otros seis lo siguen, son foráneos allí pero no se atreven a tentar su voluntad. Con un rudo acento, el que retrocede da una orden, pero es tan cruda su forma de hablar que no logra comprender qué es lo que ha dicho, aunque quizá lo ha dicho en uno de esos dialectos del sur. No lo sabe, solo ve a uno de los otros retirarse a prisa y desaparecer. 

Abrazada a la base, a un paso de la libertad, la memoria viene a ella como si la llamara, la memoria de esa noche en que estaba en la misma situación, al borde del precipicio, cansada de las torturas y los abusos, cansada de su vida, dispuesta a terminarla. Entonces él apareció, como si lo hubiese llamado con el pensamiento y aunque le tomó mucho tiempo tomar el valor para decirle lo que ocurría esa noche, lo que llevaba ocurriendo muchos años bajo las narices de todos, él se convirtió esa noche y todas las que estaban por venir en su salvamento. 

—Lenser —dice, adhiriendo la mejilla a la fría base de mármol con sus sellos fiat lux tallados en ellos, ella podría decir qué significan o para qué se usan, ella podría pronunciar el nombre de las runas en una de las lenguas de los ojos-añiles, pero, ¿de qué le serviría eso ahora, de qué le servirá a donde vaya? La presencia de Lenser, esa sí es útil, esa sí le impulsaría a seguir adelante, pero sólo si él va donde ella vaya—. Lenser —murmura al viento de nuevo, abriendo los ojos hacia la sede que ignora su vida, que ignora su muerte—. Lenser…

—¡¿Lessany?! —Se escucha el grito lejano, proveniente de la primera planta—. ¡Lessany! ¡Déjenme pasar! ¡Déjenme pasar! 

—¡Lenser! —replica ella, desesperada, aferrada a la base aún—. ¡Lenser!

El sureño al mando de sus carceleros, al ver el interés de la Dama en el nuevo intruso lo manda a dejar pasar, ésta vez ella puede entender perfectamente su dicción. 

—Por favor, no salte —dice hacia ella con las manos extendidas—. No salte.

Con las manos comenzando a sudarle por miedo Lessany se aferra al mármol blanco, sus botas se mueven unos centímetros cuando las piernas comienzan a temblarle y para cuando el pelirrojo llega las intenciones de morir se han desvanecido por completo, así como el ímpetu que la mantenía aferrada con fuerza a su único agarre, se desliza la suave sayuela de la bota por el borde de la balaustrada, debilitando su sostén y balanceándola hacia el precipicio ávido por envolverla.

—¡Lessany! 

—¡Lenser! 

Despojado de sus armas y de su cota de protección, el pelirrojo se atraviesa entre los sureños y se abalanza a por ella y coge un fleco de su falda casi desgarrando la tela pero sirviendo como apoyo inicial para hacerse de sus caderas y atraerla hacia la seguridad del suelo.

—Prometiste no volver a hacerlo —dice él contra la maraña de cabellos rubios, afianzado a su cintura y espalda—. Prometiste que si me quedaba no lo intentabas otra vez... mi amor.

—No, no me dejes, ven conmigo —ruega ella, apartándose y suavizando el agarre de sus dedos sobre su espalda, dándose cuenta que tenía las uñas incrustadas en su piel a través de la tela de su sayuela—. Por favor, ven conmigo.

—No me dejarán, Lessany, no puedo.

—Hora de irse —anuncia el sureño.

—¡No! ¡No!

—Lessany, escúchame, escúchame… —dice él con desesperación al sentir la forma en que la Dama se prensa de su pecho de nuevo, enterrándole las uñas con fuerza—. Prométeme que te mantendrás viva hasta que pueda encontrarte —susurra él contra su cuello, intentando aspirar su olor tanto como puede, para recordarla—. Has lo que tengas que hacer y si tienes la oportunidad, toma el destino de ésta guerra en tus manos.

—Hora de irse —repite el sureño.

Pronto la Dama siente un par de manos intrusas tomar su cintura desde atrás y halarla con fuerza mientras otro par de bélicos intentan separar a Lenser, el pelirrojo deja de oponer resistencia, sabe que es una batalla perdida, pero ella se aferra a él tan fuerte que dos hombres más se asen de sus brazos para halarla en dirección opuesta, lo único que consiguen al principio son más gritos pero poco a poco la van separando y al mismo tiempo la sayuela de Lenser se desgarra allí donde ella se aferra llevándose consigo también trozos de piel que arranca con sus uñas. 

 

Las cejas doradas de Lessany se contraen con un toque de confusión al ver a dos jóvenes nuevas dispuestas a su servicio más tarde durante la madrugada. Indignada y tras tener muchas horas para dejar la tristeza y el dolor de la despedida fermentarse en odio, demanda respuestas mas los sureños no tienen mucha información ni deseos de responder.

—¿Dónde está Hanles? —inquiere a una de las lacayas.

—Disculpe, Señora, no tenemos permitido hablar —informa la chiquilla con la mirada sembrada en el suelo, sabiendo que romper esa regla supondría un castigo muy severo para ellas—. Se nos ha ordenado empacar sus pertenencias y ayudarla a prepararse para partir con la primera luz.




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