Luxor: Ascenso

VIII.

LESSANY

 

Cada ciertas horas se despierta, intentando reacomodarse en los edredones, buscando el calor acumulado de las bolsas de agua para amedrentar el frío de la cama. Al final, termina enroscándose junto al fuego entre todas las telas de su cama, como tantas otras veces lo ha hecho en las campañas de sus aventuras. Así la encuentran las asistentes, cuando el día está pujando el amanecer y la vida renace en la ciudad. Las muchachas la despiertan con gran cautela pero ella se azora y se sienta de golpe entre el nido de telas frente a la ya extinta llama.

—Tranquila, señora, solo somos nosotras: Kaeli y Mars —dice la más joven y más intrépida con el collar de cabello rodeándole la garganta—. Nuestra abuela, Keridia, se encuentra indispuesta esta mañana, señora.

—¿Está muy mal? —pregunta Lessany, sin un seña de preocupación.

—No, señora, la gripa.

—¿Ustedes saben hacer… lo que deben hacer sin que ella esté presente? —Cuando se coloca en pie las jóvenes se retraen, asintiendo—. Bien. Preparen el baño, y necesitaré ropas interiores de algodón, no de… esto. —Se desabrocha el camisón y lo deja caer en el suelo, develando las sayas pegadas a su piel y sus senos expuestos con los pezones rosados erectos.

—¿Cómo terminaron trabajando para Kandem, el Señor? —inquiere mientras ellas la terminan de desvestir con timidez. Mars explica:

—Nuestro padre murió en las primeras batallas en la Llamarada de la Rebelión, señora, y el Señor de Senerys, que tiene un corazón tibio, nos acogió como asistentes en su baluarte, luego nos envió al exterior durante unos meses para que nos instruyésemos en las normas y modales de las regiones más pudientes. 

—Bondadoso de su parte. —Anota con sorna—. Allí es dónde aprendieron sus modales, ¿qué edad tenían?

—Diez y ocho —responde la otra, con la misma vergüenza, pero Lessany sonríe complacida, sabiendo que son perfectas para sus propósitos: Dóciles, serviles, ingenuas… No tienen que agradarle para poder usarlas, no tienen que ser bonitas, sólo útiles y mientras lo sean estarán bien.

Al terminar de tallarla y lavarla, la visten con otro de los negros vestidos  inhumanamente ajustado y faldones de arrastre largo, trenzan su cabello bajo su nuca y lo aderezan con la diadema que cargaba al llegar, colocan los cinco pendientes de cinco diseños distintos en cada oreja. 

—Acompáñenme hasta el comedor —solicita cuando las observa de reojo colocar los últimos aretes, esos ojos separados y castaños tan incómodos de ver la estudian con inseguridad, para terminar de convencerlas les entrega una sonrisa. 

El comedor luce poco distinto a la noche anterior, las paredes negras ahora brillan con la luz natural que logra atravesar la capa de nubes en el cielo y los gruesos cristales de las ventanas, donde las cortinas han sido levantadas con cuerdas blancas, las chimeneas crepitan en su danza habitual pero las paredes siguen igual de lúgubres, las flores siguen apestando con su rancio olor y las feas pinturas medievales entristecen de más. Él, que miraba por una de las ventanas hacia la luminosa mañana en la que su ciudad va desperezándose, repara en su presencia y gira, discriminándola de pies a cabeza, al saberse observada con detalle hace lo mismo, con una de sus cejas doradas alzadas en un gesto de desdén.

—No te miro para juzgarte… —dice él, defendiéndose al notar la forma en que ella reacciona.

—Yo sí —interrumpe con arrogancia. Él deja sus pestañas caer e inhala paz antes de hablar y abrir sus ojos de brea y afrontarla.

—Buen día… La paz con vosotros —saluda él, volviendo a comenzar con la conversación, desde la ventana. 

Kandem de Senerys parece no haber tenido una buena noche tampoco, una sombra gris se ha instalado en la pálida piel de su rostro, debajo de sus negros ojos, y su voz de barítono se encuentra algo desganada. «Bien, se lo merece».

—¡Vaya! Recordó traer sus modales —acota con una sonrisa de sorna.

—El sol apenas acaba de salir, por favor, Lessany —dice su nombre sí, pero parece que la lengua le pesara para pronunciarlo—, no intentes hacer una guerra donde debe haber paz.

—¿Paz? —ríe ella, rodeando el comedor y colocándose junto a él, con vistas a uno de los patios de armas—. Entre nosotros no hay paz, ni habrá. Pensé que ya lo habíamos dejado en claro. Pero tienes razón, Kandem, es muy temprano y necesito una taza de café.

—No habrá café. —Le corta él, haciéndola detenerse de su camino al asiento de la noche anterior—. Solo se sirven infusiones en esta mesa. El café es caro y sólo para los asistentes que necesitan las energías para laburar desde antes del amanecer, además, es dañino.

—Es la mayor estupidez que jamás he escuchado, ¿qué diferencia hace en el desempeño ajeno que yo beba una taza de café caliente o no? —refuta, situándose frente a la silla que él le extiende.

—Que alguien que de verdad necesite dicha taza no la tendrá —responde, acomodándose el chaleco negro una vez sentado, la sayuela interior le cubre hasta el cuello y las muñecas, todo de una sencillez que raya en lo simple pero que a él representa a la perfección. 

—¿Dices que yo no la necesitaré? ¿Qué piensas que haré aquí todos los días, Kandem? —pregunta mientras los asistentes dejan los platillos en la mesa y le sirven una taza de barro rojo con una montaña de hierbas encima y un popote de metal a un lado. Hasta ahora no se había planteado si tendría algún deber específico como prisionera de guerra—. ¿Qué ha planeado para su prisionera el “Señor de Senerys”? —inquiere, colocando la servilleta en su regazo.

—Tengo toda una programación de actividades para usted, Dama de Kasttell. Pero hoy, supongo, querrá descansar de su largo viaje. 

—Lo que deseo, es una maldita cama caliente por las noches y una taza de café —espeta, tomando un sorbo al popote de la infusión, de inmediato la lengua le hormiguea y palpita, luego sus papilas se contraen al percibir el gusto amargo de la misma. 




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