Luxor: Ascenso

IX.

LESSANY

 

Mars se mostró elocuente y cooperativa una vez le dio la confianza para ello, la llevó a recorrer los puentes, salones y pasajes más importantes y custodiados, tomando nota mental de cuanto miraba, contando pasos y custodios por pasillo, hasta que un relincho lejano le atrajo la atención.

—Son los establos, Señora —explicó la joven, con el brazo de la rubia asido al suyo—. ¿Podemos ir si gusta? Pero si le molesta la suciedad…

—Vamos —insistió de prisa, llevándola de un tirón por el pasillo de negros bloques y sus suposiciones sobre el arrastre de la ropa se hacen ciertas al notar cómo el faldón se curte de nieve lodosa, las botas se le manchan irremediablemente y la capa se tiñe con una franja marrón en su borde. Pero esas insignificancias dejan de importar cuando puede tener en sus manos las riendas de uno de los animales del Señor y entre sus piernas una montura. 

La bestia parda de motas blancas tiene la crin tan reluciente como hebras de oro blanco, las patas gruesas y fuertes que obedecen bien, está muy bien entrenada. Con facilidad se adapta al animal y se hace entender con roces y movimientos de las riendas, los hombres y mujeres se arremolinan a su alrededor con sus quehaceres a medio hacer; ella disfruta de esa atención y se luce, haciendo que el caballo galope en círculos, ande de costado y ejecute todos los movimientos de equitación que puede recordar y efectuar en ese momento. 

Los aplausos y los bitores llegan haciéndole olvidar todos sus problemas, disfrutando de la atención hasta que él regresa a su campo de visión, con esos ojos negros observándola a su misma altura sobre otra bestia, negra como sus ojos, su cabello y, seguramente, su corazón.

Ella continúa el espectáculo sabiéndolo allí, aunque la afición merma la algarabía aún aplauden a sus movimientos, incluso al final cuando hace al caballo erguirse en dos patas y relinchar. Así se muestra sobre el caballo: Erguida, con la capa de medio lado, el cabello brillando ante los rayos de la tarde que penetran las densas nubes, los ojos igual de gélidos que antes.

Él baja de su caballo, negro como la noche que vendrá, y se coloca junto a ella, viéndola desde abajo. Lessanny desmonta, entregando las riendas a uno de los jóvenes lacayos de establos, y al hacerlo el faldón que estuvo todo el tiempo recogido sobre las rodillas se contrae aún más dejando entrever la ropa interior de algodón delineando sus piernas y vuelve a caer a sus tobillos. La media docena de escoltas mantienen tres pies de distancia junto a un pelirrojo de ojos verdes que trae ciertas memorias sobre Lenser, por alguna razón que desconoce, este le sonríe y ella le devuelve una mirada recelosa de pies a testa. 

—Aquí las mujeres decentes no cabalgan mostrando sus piernas de esa manera —acota él, con voz lo suficiente alta para que asistentes y bélicos le escuchen, intentándola hacer sentir avergonzada por ello.

—¡Qué raro! Creí que anoche habíais sugerido que era muy… ligera de pudor, Kandem de Senerys —ahora es ella quien sonríe y alza su voz—, y que queríais verme andar por allí desnuda en la nieve. 

Son las mejillas de él las que terminan ardiendo en vergüenza y su mirada tornándose dura, así como su voz de barítono.

—Yo nunca… No pongas en mi boca palabras que no me corresponden. No es culpa mía la ligereza que ostentan las mujeres del norte —espeta, acallando con una mirada las risas infantiles del pelirrojo a su lado—. Ahora, si me hacéis el honor de acompañarme a la comida, Señora de Kasttell —añade, con su mano extendida hacia el camino de la entrada, marcado por la misma gravilla.

Lessany accede a ir primero, tomando el brazo de Mars. Tras ella, el Señor de Senerys y su Primer Hombre, Renner, comparten miradas cómplices, uno de fastidio y otro de pulla. Ese hombre debe ser alguien de su confianza pues los acompaña hasta el comedor tras retirarse los abrigos y el lodo de las botas en salón de recepción, así puede estudiar la mirada verdosa del nuevo sujeto, la audacia y confianza con la que camina le recuerdan a Lenser también. Ella se sienta hasta cuando Kandem le empuja la silla y una vez hecho eso ambos hombres ocupan sus asientos, el pelirrojo frente a ella. Los platillos son servidos bajo la orden, las maltas vertidas en las copas y una música comienza a emanar de quién sabe dónde, Lessany alza sus ojos y mueve su cabeza un sitio al otro buscando el origen de la música; nunca en su vida ha visto tales costumbres, ¡música durante la comida!

—Mi Dama, al Señor de Senerys le gusta escuchar música cuanto tiene invitados, ¿no lo sabía? —dice el hombre frente a ella, sus labios rosados curvándose en una sonrisa coqueta.

—No, no lo sabía. Cada hora que paso aquí me sorprendo de sus costumbres y las de su gente —responde ella, comenzando con las comidas aledañas a la carne, sintiéndose estúpida por tener que estar escogiendo qué comer y en qué orden, cuál sabe mejor y cuál peor. 

—Podría decir lo mismo —responde Kandem, elevando apenas la vista de su plato para dedicarle una mirada neutra.

—No es culpa mía que los camiones con mis pertenencias no llegasen aún, y mucho menos que conserven reglas tan retrógradas como el no vestir de pantalones a las mujeres —refuta ella, logrando obtener una risa fugaz de los labios del pelirrojo por enfrentarse sin tapujos al hombre más respetado en el sur.

—Kandem, no me dijiste que era así —dice, dirigiéndose hacia su amigo. 

—¿Han hablado de mí? —inquiere ella, dejando los tenedores y sembrando sus ojos interrogantes en el Señor de Senerys. Ambos lo observan.

—No he hablado de ella, Renner, en absoluto —bufa él, regresando a su plato, intentando ignorarla. 

—Ese es el problema —responde el pelirrojo, quien se pone en pie y rodea la mesa para pedir la mano de la joven y besarla con respeto. El Señor de Senerys revolea los ojos al ver el gesto, deja los tenedores y junta sus manos frente a su boca, esperando que su amigo termine su espectáculo—. Renner de Mandess, mi Dama, es un honor estar en vuestra presencia. 




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