—Deberías ir a la fiesta de Sarah, hija —dijo la mujer.
—No, mamá. Ando muy cansada, hoy tuve demasiado trabajo.
—Eso dijiste la semana pasada cuando tu prima Laura te invitó un café.
—La semana pasada también tuve mucho trabajo. Y, además, Laura nunca me llama, solo me invita a salir cuando quiere presumirme algo —contestó la hija, cansada.
—Al menos te llama para algo, tú deberías…
—Basta, mamá. Siempre me dices lo mismo. No quiero ir y no voy a ir.
Day Lorens tenía 31 años de edad según su acta de nacimiento, pero 15 años según su comportamiento. Y no era porque pareciera aniñada, era solamente porque no salía, nunca había tenido novio, prefería dormir temprano y nunca había pecado de ninguna manera. Era demasiado inocente.
—¡Hija, contesta tu celular que ya tiene diez minutos sonando! —gritó la madre de Day desde la regadera.
De 31 años de edad, pero de 10 por cómo la seguían tratando en su casa. No había momento alguno que dejaran de preguntar acerca de todo lo que hacía. Sus padres eran de ese tipo sobre protectores que desean saber cada insignificante cosa acerca de su hija: que si ya había comido, que qué había comido, que a qué horas y demás. Muchas veces era muy válido, solo que ahora Day era una mujer adulta y eso simplemente estaba mal. A su edad, las personas aunque estuvieran solteras vivían solas, eran completamente independientes; pero los padres de Day no querían que ella se fuera de ahí. Day no había puesto resistencia pues, sinceramente, se le hacía más cómodo vivir ahí que rentar un departamento y pasársela sola en él. Además de que le daba un tremendo miedo que a sus padres les pasara algo y ella nunca se enterara, así que seguir estando ahí también significaba que ella los estaba, de alguna manera, cuidando.
Si esa noche su madre insistía en que ella fuera a la fiesta, era solo porque conocía a Sarah desde hace mucho tiempo y sabía que su hija no tendría problema alguno si estaba con ella.
Su celular seguía sonando y Day sabía que era Sarah que la estaba llamando desde su fiesta, podía saberlo sin siquiera revisar la pantalla de su celular. Habían sido amigas desde el jardín de niños, pero desde que se había inventado facebook, su amistad se había basado en “me gusta”, comentarios esporádicos y mensajes emotivos en fechas importantes. Ella creía que eso era amistad, su amiga, no. Por eso Sarah estaba insistiendo tanto en esa fiesta. Tenía ganas de verla, así como también de que su amiga saliera, que se divirtiera.
“Tienes que venir, D. Hay un montón de guapos aquí. ¿Te espero o voy por ti?” decía un mensaje de texto en la pantalla de su celular.
Demonios, pensó. Es tan capaz de venir por mí.
Su padre estaba en la misma habitación que ella y leía una revista de deportes mientras tomaba un té verde. Marco, su padre, era un hombre de 60 años y su cabello estaba lleno de canas; aunque muchos de sus amigos de su misma edad aún no lo tenían así y había veces que lo agarraban de chiste. Desde joven, Marco manejaba una gasolinera junto con una tienda de conveniencia ubicada dentro de la ciudad en un punto estratégico, gracias a eso el negocio le dejaba muy buenos ingresos, pero el único problema era que siempre le absorbía todo su tiempo. Era por eso que Day en realidad no lo conocía muy bien pues no pasaban mucho tiempo juntos.
—¿Es tu amiga? ¿La de la fiesta? —preguntó Marco, haciendo a un lado la revista que estaba leyendo. Sus ojos verdes tomaron un tono más oscuro mientras se acomodaba los lentes.
—¿A qué te refieres? —contestó, enojada, incapaz de decirles a sus padres que dejaran de meterse en sus asuntos; que estaba harta de eso.
—Tu teléfono está sonando tanto que no me deja leer, y tú no contestas. ¿O quién te llama a estas horas?
—No sé —dijo secamente, aún enojada, pero sin decir nada más.
—Hija —dijo la mamá saliendo del baño, era obvio que había escuchado los reclamos de su esposo hacia su hija y quería intervenir—, si no piensas ir, al menos deberías…
—¿Saben qué? —dijo Day, harta—, me voy. —Tomó su bolsa y caminó hacia la puerta, batalló un poco para encontrar su llave dentro de su enorme bolsa, pero al fin salió dando un portazo al cerrar.
¡Que se pudran!, pensó, pero después se arrepintió por haber tenido ese pensamiento hacia sus padres, por más enojada que estuviera, no debía hablar mal de ellos.
Se dirigió hacia la próxima estación de tren. Caminó a pasos lentos e inseguros, con la bolsa apretada al pecho y mirando hacia todos lados con obvia inseguridad, ya que no solía salir tan noche sola. De pronto, cuando iba distraída pensando en estupideces negativas, un gato salió corriendo de un jardín y provocó que Day se sobresaltara de tal manera que su bolsa se le cayó de las manos y ella lanzó un pequeño grito. Cuando se agachó para levantar su bolso le temblaron un poco las piernas, lo levantó del suelo caminando un poco más de prisa, esta vez sin importarle esos temblores.
Al acomodarse de nuevo la bolsa en su hombro, se dio cuenta de que no traía su teléfono celular. Recordó que lo había dejado sobre la repisa de la cocina y por poco decidía regresar por él, con el pretexto de no querer estar incomunicada, pero se sintió tonta al pensar eso. Cobarde, pensó y esta vez no se arrepintió de hacerlo. Siguió caminando con sus mismos pasos asustados. No sabía hacia dónde se dirigía, solo quería estar sola un momento. Pensó que quizá podría subir al tren, llegar a la última estación, tomar otro tren de regreso, y entrar a su casa rezando para que sus papás no estuvieran cerca, ya que no estaba de humor para escuchar sus preguntas y sus regaños.
Se acercó a la estación y después de comprar su boleto se sentó un poco temblorosa y cansada de tanto caminar. Un hombre con traje gris y corbata celeste estaba sentado a unos cuantos lugares de ella y la estaba mirando descaradamente. Day comenzó a tener miedo pues él se veía algunos años mayor que ella y podría ser un violador, pensó. El hombre hizo una mueca de terror como si hubiera podido leer sus pensamientos, eso la asustó más.