Odiaba las mudanzas, siempre tener que recoger una vida en cajas para salir de un lugar en el que, posiblemente, habría compartido buenos momentos; y lo peor de todo, al menos para mí, era tener que volver a organizar todo otra vez. No obstante, esta mudanza era de especial desagrado, pues, quién se mudaba era yo.
Nunca me había mudado en mis 17 años de vida, ni siquiera dentro de Charleston, pero, ahora, no solo me iría fuera de la ciudad, sino, también del estado. Florida era mi nuevo destino, un estado, que, si bien no estaba tan alejado de Carolina, tampoco estaba lo suficientemente cerca para que pudiera ver a mis amigos y familiares tan a menudo como me gustaría.
Miré mi habitación vacía por última vez, mientras me despedía de aquellas cuatro paredes, que me habían visto crecer y me habían cobijado en momentos difíciles.
—¡Allison, hija, baja de una vez o perderemos el vuelo! —gritó mi madre desde la planta baja.
—¡Ya voy! —respondí luego de soltar un suspiro.
A continuación, tomé mi última maleta y bajé las escaleras que conducían a la planta baja de la casa, donde me encontré con una sala completamente vacía, lo que me hizo sentirme rara, era una sensación de miedo o ansiedad, no sabía a lo que me enfrentaría en esa nueva ciudad y aquello aterraba en parte.
—Hasta que al fin bajas, Alli, creí que te fundirías con las paredes de tanto que demoraste —dijo mamá al verme.
—Lo siento, mamá, pero no es fácil despedirme de esta casa —respondí alzando los brazos para señalar, con tristeza, las paredes a mi alrededor.
—Lo sé, hija, pero sabes que es una gran oportunidad para tu papá —replicó mi mamá acercándose a mí para darme un abrazo y yo asentí en su pecho.
Sabía perfectamente que ese ascenso era muy importante para mi padre, ya que había estado esperando por este durante cuatro años y por fin se cumplían sus sueños, por tanto, yo no sería el obstáculo para que este se cumpliera.
—Ya verás cómo Dios nos acompañará a esta nueva aventura —aseguró ella dándome una palmadita en la espalda.
Simplemente sonreí, pues sabía que esto sería así, después de todo, él nos había acompañado hasta este momento.
La conversación se vio interrumpida por mi padre, quien entró en casa para tomar las últimas maletas y pedirnos que subiéramos al taxi que esperaba fuera. Ambas salimos de la casa, pero me quedé junto a papá mientras este cerraba la puerta principal de la casa.
Él se quedó observando el lugar que habíamos llamado hogar y comprendí que mi padre también extrañaría aquel lugar, después de todo, esa había sido la primera y única casa que había comprado después de haber emigrado desde Cuba.
Finalmente me dirigí hacia el auto junto a mi padre, pues teníamos un avión que tomar.
Dos horas después observaba uno de los múltiples lagos de Winter Park, que era iluminado por la luz del Sol, se veía muy hermoso. Al menos con este no extrañaría tanto el mar, aunque sabía que un lago nunca podría compararse con la maravillosa brisa y el olor a mar, sin mencionar el dulce sonido de las olas al romper en la orilla.
—Te dije que los lagos de Winter Park te impresionarían —comentó mi padre mirándome desde el asiento delantero del auto.
Él había comentado en repetidas ocasiones todas las ventajas que tendría vivir en Winter Park desde que le habían dado aquel ascenso. Había hablado una y otra vez sobre la belleza de los lagos de Winter Park, lo bonita que era la Iglesia de allí, y lo bien que me iría en la escuela, no obstante, a mí parecer, todo aquello lo decía para convencerse a sí mismo, más que a mí, de lo bueno que sería aquel cambio.
La casa era muy parecida a la que teníamos en Carolina. Esta era de un color verde azulado, con un pequeño jardín delantero y un porche; además, estaba en un barrio que, a simple vista, parecía bastante tranquilo.
Entramos en la misma y aunque todos los muebles estaban allí, no sentí la calidez de un hogar, era una sensación muy extraña, pero imaginé que sería porque acababa de mudarme y tuve la esperanza de pronto apegarme a esa nueva casa, donde pronto compartiría nuevos recuerdos. Mi habitación, en el segundo piso, era azul, en esta ya se encontraba mi cama blanca, mi escritorio completamente, al igual que el librero que se hallaba en una esquina de la habitación, y por supuesto, todo estaba lleno de cajas. Pensar en sacar cada objeto y tener que organizarlos me causaba una gran pereza.
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Dos días después la casa estaba bastante ordenada, lo que era un milagro, porque teníamos muchas cosas que organizar. Solamente para ordenar mi cuarto, había requerido una gran fuerza de voluntad, y por supuesto, una madre sobre mí para asegurarse que no dejara todo regado por la habitación como tenía por costumbre.
Me acomodé un pelo fuera de lugar en mi peinado; era domingo y como siempre, iba a asistir a la iglesia con mis padres. Me había puesto un vestido blanco, mi color favorito, el cual tenía algunas flores azules y me hacía ver bien, a pesar de ser gordita, aunque nunca me había molestado mi figura, de hecho, me alegraba haberla recuperado en tan solo un año. En mi cabello castaño me había hecho una media coleta y me había puesto una sombra blanca para los ojos. Me gustaba vestirse bien para ir a la iglesia los domingos, era el día más importante de la semana para toda mi familia, principalmente para mí.
El templo de la Iglesia era enorme, mucho más grande que nuestra antigua Iglesia, sin embargo, eso no impedía que se viera el altar con facilidad, ya que las sillas estaban ubicadas de manera escalonada. Miré la pared que se alzaba frente a mis ojos, donde había una enorme cruz y a sus lados se encontraban dos pantallas, donde se proyectaban las letras de las canciones o versículos de la Biblia cuando alguien pasaba al frente para hablar.
Con emoción canté todas las alabanzas que cantaron en el altar, aunque no tenía la mejor voz me gustaban mucho, principalmente “You still do”. La clase dominical fue lo mejor para mí sin duda, porque se había hablado sobre la mayordomía hacia la familia, lo que me había recordado como era antiguamente y quien era ahora.