Siempre había detestado las mudanzas, porque significaban salirse de la zona de confort y, aunque ya había aprendido que nada en la vida permanecía quieto, salir de la comodidad siempre me parecía aterrador. Además, tener que recoger una vida entera en cajas para ir a un nuevo lugar sin ningún recuerdo, no me gustaba en lo absoluto.
En mis 18 años de vida nunca me había mudado, ni siquiera dentro de Charleston. Siempre había imaginado que moriría en la misma casa que me había visto nacer y que podría disfrutar de las olas del mar y de la brisa por el resto de mi vida. Sin embargo, aquella vida ya no sería posible porque me mudaría a Florida, lejos de todo lo que conocía.
Miré mi habitación desierta con un dolor atravesando mi pecho y muchas mariposas revoloteando en mi estómago; estas últimas habían aparecido en el instante que papá había anunciado su ascenso y nuestra mudanza, parecía que se habían acomodado en mi estómago y se reusaban a marcharse. La luz se filtraba por la ventana, ahora desprovista de cortinas, lo que me permitía ver las marcas sobre el tapiz celeste que habían dejado las pinturas que antes colgaban de la pared. Allí había tenido el primer dibujo que había elogiado mi abuela hasta los retratos que había hecho recientemente. ¿Cómo iba a poder vivir sin mis abuelos? ¿A quién le contaría mis secretos si Heydi no estaba? ¿A dónde acudiría cuando quisiera ver el mar? ¿Podría hacer amigos en la Iglesia?
—¡Allison, baja ya o perderemos el avión! —exclamó mi madre, imaginaba que se encontraba en la primera planta.
—¡Ya voy! —exclamé en respuesta.
Miré mi habitación por última vez mientras me despedía de aquel lugar que me había acogido por tanto tiempo. A continuación tomé la mochila, donde había guardado lo imprescindibles para el viaje y bajé las escaleras hasta llegar a la sala. Allí las cosas no parecían diferentes a mi habitación, todo estaba casi vacío, solo quedaban algunos muebles que no necesitaríamos en nuestro nuevo hogar.
—Hasta que al final bajas —dijo mamá apareciendo a mi lado—. Pensé que te fundirías con las paredes de tanto que demoraste.
—Mamá, no exageres, solo estuve cinco minutos más de lo acordado —respondí rodando los ojos, a veces ella podía ser exagerada—. Además, no me es fácil despedirme de la casa —añadí alzando los brazos para señalar mi alrededor.
Algunos podían pensar que estaba siendo infantil por aferrarme a lo material, pero no era así. No me aferraba a esas cuatro paredes, sino a todo lo que ellas habían visto. Además, ver las paredes vacías me recordaba una y otra vez todo lo que dejaba atrás.
Mamá se acercó para darme un abrazo, uno de esos que te llenaban el alma.
—Niña mía, sé que es difícil, pero sabes que es una gran oportunidad para tu papá —respondió mi madre acariciando mi espalda a modo de consuelo.
Sabía que aquel ascenso era todo lo que papá había deseado en mucho tiempo. Un trabajo mejor y más dinero que llevar a casa eran aspectos que no se podían rechazar de ninguna forma, por ello no me había opuesto en ningún momento a mudarme, ya había causado suficientes problemas a mis padres como para añadir alguno más debido a un capricho.
Papá entró en casa para anunciarnos que el taxi esperaba afuera. Los tres nos tomamos de las haciendo un círculo y comenzamos a orar para ser bendecidos y guiados en este nuevo lugar donde viviríamos. Ya llevábamos varios días orando, pero siempre hacíamos una oración antes de salir de casa.
Cuando dijimos "Amén" salimos de la casa y luego de que papá cerrara la puerta nos dirigimos hacia el taxi que nos esperaba, teníamos que tomar un avión.
*****
Los lagos de Winter Park eran muy hermosos. La frescura que desprendía la naturaleza a su alrededor golpeaba mi rostro a través de la ventana del taxi. Iluminado por la luz del Sol parecía un diamante, si no supiese que Anne Shirley había vivido en Canadá habría dicho que aquel era «El lago de las Aguas Refulgentes». Al menos así no extrañaría tanto el mar, aunque sabía que un lago nunca podría compararse con la maravillosa brisa y el olor a mar, sin mencionar el dulce sonido de las olas al romper en la orilla.
—Te dije que los lagos de Winter Park te impresionarían —comentó papá desde el asiento delantero.
Él había comentado en repetidas ocasiones todas las ventajas que tendría vivir en Winter Park desde que le habían dado aquel ascenso. No se había cansado de contarme sobre la belleza de los lagos, lo bonita que era la Iglesia de allí, y lo bien que me iría en la escuela. A mi parecer, todo aquello lo decía para convencerse a sí mismo, más que a mí, de lo bueno que sería el cambio.
Finalmente llegamos a nuestro nuevo hogar. Se trataba de una casa de dos plantas muy similar a la antigua, aunque está parecía ser más grande y era de color verde azulado. Presentaba un jardín delantero con algunas flores como margaritas o violetas, tenía un porche y a continuación estaba la puerta blanca, además, tenía un garaje. Al entrar en la casa me entré con un suelo de madera y tapices blancos en las paredes.
El frío se colaba por las paredes recordándome que ahora me hallaba en un lugar nuevo. En la planta baja se encontraba la sala, un pequeño comedor, un baño y la cocina, la cual era un tanto más amplia que la de nuestra antigua casa, lo que maravilló a mamá; para ella más espacio significaba más espacio para especias raras. Los cuartos estaban en la parte superior, así como los baños independientes. Mi habitación tenía un tapiz azul claro. Allí ya se encontraba mi escritorio completamente y mi pequeño librero que se hallaba en una esquina de la habitación. Además de ello, había un amplio closet y una nueva cama blanca, que presentaba algunas gavetas en la parte lateral.
Solté un suspiro al mirar todas las cajas que había a mi alrededor. No sabía por donde empezar a ordenar, solo quería acostarme en mi nueva cama y despertarme cuando todo estuviese organizado, lamentablemente no podía ser así. Me acerqué a la caja, donde había guardado mis materiales de arte, empezaría por allí.