Luz Entre Los Pinos

LUZ EN MEDIO DEL FUEGO

La tarde estaba cayendo, y el cielo se pintaba de naranja y morado, como si Dios se hubiera puesto artístico de pronto. El aire ya olía a fogata, y las primeras luciérnagas empezaban a flotar entre los árboles como pequeñas oraciones con alas.

Yo estaba sentada en una banca, con mi cabello peinado en una trenza (porque en este campamento, el glamour va con modestia, aleluya), y vestida con mi buzo gris claro y polera blanca. Nada llamativo. Pero aún así, gracias a los genes benditos de mi madre, se notaban mis ojazos celestes y esa cintura que tanto me hizo pelear con el uniforme del colegio.

—Mmm... creo que voy a pedirle a Dios que me preste su plan de ejercicios angelical —le dije a Javier mientras sacaba una galleta de su mochila—. Porque estas piernas ya me están doliendo del trote que nos hemos dado todo el día.

—Deja de quejarte y sírvete otra galleta —dijo Percy, con la boca llena.

Natali se reía bajito mientras jugaba con una ramita. El ambiente estaba tan tranquilo que casi parecía pecado. Hasta que…

—¡Shhhh! —dijo Natali—. Escuchen…

Nos quedamos en silencio.

Del otro lado de los arbustos, donde terminaba la cabaña de las chicas, se escuchaba una voz chillona. La voz.

—...y te juro, mami, que es tan básica… o sea, tiene los ojos bonitos, sí, pero ¿y? La cara no lo es todo, ¿no? Además, su cuerpo es… o sea, meh. Muy delgadita, sin gracia. Yo sí tengo caderas, tengo curvas, tengo presencia. Ella no es competencia para mí. No entiendo por qué los chicos la miran. Seguro es por lástima o por buena niña. No puede con una como yo...

...¡AY, SEÑOR JESÚS, ESTA MUJER QUIERE GUERRA!

Abrí los ojos como platos. Percy me miró. Javier estaba aguantándose la risa. Natali tenía cara de "no puede ser que esté escuchando esto con mis oídos de cristiana fiel".

Yo… bueno, yo hice lo que cualquier hija de Dios con sentido del humor haría: me tapé la boca para no soltar la carcajada del siglo.

—¿Estás… bien? —susurró Percy, viendo mi tembleque.

—Estoy excelente. Estoy a punto de hacer una oración de gratitud —dije bajito—. Gracias, Dios, por mi rostro “meh” y mi cuerpo “meh” que no es “competencia”. Me siento tan halagada. ¡Tan libre de presiones! Qué regalo, en serio.

—¿Quieres que vayamos a decirle algo? —preguntó Natali, indignada.

—¿A Avril? No. Solo déjenla. Pobrecita. Claramente tiene un problema de visión y autoestima. No es mi culpa que naciera con el ego inflado y el corazón en ayunas.

—¡JAJAJA! —explotó Javier—. Mariana, te pasas.

—Oye, yo no vine al campamento a hacer enemigos —dije, mientras me acomodaba la trenza como toda una diva con paz espiritual—. Vine a buscar a Dios. Pero si Él quiere usarme para darle humildad a esta muchacha… no me voy a oponer, ¿sí?

Percy estaba rojo de tanto aguantarse.

—Yo solo quiero saber —dijo entre dientes— cómo es que Avril cree que tú no eres competencia, si hoy hiciste tropezar al mismísimo Steve solo con EXISTIR.

—¡PERCY! —chillé.

—¡ES VERDAD! —dijo Javier.

—¡Ya basta! —dije tapándome la cara—. ¡No digan su nombre que me pongo nerviosa!

—¿Steve? —repitieron los tres al mismo tiempo, como demonios del bullying celestial.

—¡AAAAH! —grité en silencio.
—Bienvenida al club de las confundidas por un chico cristiano con cara de profeta. Te daré tu membresía en cuanto reces tres salmos seguidos sin pensar en sus ojos miel.

Suspiré y me puse de pie.

—Vengan, antes de que la villana de Disney descubra que la escuchamos. Vamos a la fogata.

Y mientras nos alejábamos, no pude evitar mirar hacia el cielo.
Las estrellas ya comenzaban a salir.

Y ahí, en mi corazón, una vocecita suave susurró:

"No se trata de ser competencia de nadie... se trata de ser luz."

Y aunque Avril me hubiera llamado “meh”…
yo sabía que brillaba.
Y que Dios me había traído aquí por algo más grande.

Llegamos a la fogata y el calor me abrazó como ese suéter viejo que no combina con nada pero te salva del frío. Las llamas crepitaban con ritmo propio, iluminando los rostros de los campistas mientras algunos chicos afinaban guitarras y otros preparaban malvaviscos. Unas chicas cantaban suavemente una alabanza, creando un ambiente que solo puedo describir como... celestial y un poquito lleno de humo.

Me senté en un tronco al lado de Natali, que se acomodó como toda una digna hija del Rey. Javier y Percy se pelearon por quién podía hacer que su malvavisco durara más sin incendiarse.

—Te apuesto mi postre del desayuno que el tuyo explota primero —le dijo Javier a Percy.

—No seas ridículo. Yo fui scout —dijo Percy con orgullo.

—¿Scout de qué? ¿Del buffet libre? —le soltó Javier.

Yo me reí bajito, envolviendo mis brazos alrededor de mis piernas.

Mira tú, disfrutando la noche como buena protagonista de novela cristiana. ¿Quién te viera tan piadosa después de casi lanzarle una trenza a Avril en modo látigo?

Suspiré.
Me incliné hacia adelante, y sentí cómo mi cabello rubio oscuro caía por mi hombro. Las llamas de la fogata lo hacían parecer más dorado, como si el cielo me prestara un filtro.

—¿Estás bien? —me preguntó Natali en voz baja.

Asentí.
—Solo pensaba en lo que dijo Avril.

Natali frunció el ceño.
—¿Sobre ti? No le hagas caso. ¿Has visto cómo camina? Parece que compite con el viento a ver quién se menea más.

Reí.
—No es por eso. Es que… me di cuenta que antes me habría dolido más. Que me habría metido al baño a llorar o algo. Pero ahora… no sé. Es como si supiera que todo eso no importa.

Ella me abrazó con un brazo.

—Porque sabes quién eres. Y sabes de quién vienes.

Sonreí. Natali tenía razón.
Conocer a Dios cambia incluso la forma en que te hieren. Te sana antes de que el golpe llegue del todo.



#4980 en Novela romántica

En el texto hay: 15 capítulos

Editado: 15.07.2025

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