Desperté con el grito de una líder.
—¡TODOS ARRIBA! ¡ES HORA DE ACTIVIDADES DE EQUIPO! ¡Y DE PASAR VERGÜENZA EN PÚBLICO!
¿No se supone que Cristo da paz? ¿Qué es esto? ¿El apocalipsis versión campamento?
Me puse el polo amarillo del grupo, un short hasta la rodilla (modestia ante todo, aleluya) y me recogí el cabello en una trenza apurada. A los 5 minutos ya estaba afuera, rodeada de otros adolescentes con cara de "¿Por qué no me quedé en casa viendo predicas de YouTube?".
Natali se me acercó con su termo rosa lleno de agua.
—¿Lista para perder dignamente?
—Por supuesto que no. Vamos a ganar. Yo no vengo a jugar, vengo a vengar a mi dignidad perdida de ayer cuando me caí frente a medio campamento.
—¡Esooo! —gritó Percy, que apareció cargando tres panes con huevo y palta—. ¡Esa es mi capitana espiritual!
¿Desde cuándo soy su capitana?
Javier se unió a nosotros con su risa clásica y un palo de escoba en la mano.
—¿Listos para la guerra? Escuché que habrá juegos con agua.
—¿Y qué vas a hacer con ese palo? ¿Predicar como Moisés? —le pregunté.
—No, golpear globos. Y egos.
¿Por qué estamos rodeados de hombres tan raros? ¿Será una prueba bíblica de paciencia?
La líder organizó a los equipos. Adivinen quién quedó con Steve.
Sí. Yo.
Junto a Natali, Javier, Percy, una chica llamada Zoe Duarte … y Steve.
El sol brillaba. Los globos llenos de agua también. Y yo solo podía pensar en cómo no resbalar de nuevo frente al chico que me hace ver arcoíris hasta en los árboles secos.
—¿Lista? —me preguntó Steve, entregándome un globo de agua.
—¿Para empapar a incrédulos? Siempre.
Él se rio. Yo también. Pero por dentro, estaba como:
—Dios mío, si fallo el tiro y le lanzo el globo a un líder, me escondo en el río hasta que Cristo regrese.
Los juegos comenzaron.
Corríamos, lanzábamos, gritábamos. Percy tiró uno de los globos y le cayó a sí mismo. Javier gritaba cosas como "¡Por la fe y por el pan de ajo!". Natali esquivaba con tanta gracia que parecía sacada de una escena de acción cristiana.
Y Steve…
Steve me cubrió con su cuerpo cuando casi me cae una bomba de agua. Literalmente. Se puso delante como si fuera un guardaespaldas celestial.
—¿Estás bien? —me dijo, todo preocupado.
—Sí, solo... creo que tengo agua bendita en los ojos. O algo así.
Él se quedó mirándome. Sus ojos miel brillaban al sol. Me olvidé del mundo, del campamento, de Avril (gloria a Dios) y hasta del globo que venía directo hacia mí.
—¡AGÁCHATE! —gritó Percy.
Demasiado tarde.
¡PLOF!
Globo. En la cara.
Fría. Empapada. Ridícula.
—Dios mío, llévame, pero que sea con dignidad —susurré.
Todos rieron, incluso Steve. Pero él se acercó con una toalla y me la pasó como un príncipe medieval versión cristiana.
—Te ves… valiente. Mojada, pero valiente.
¡CÁSENSE YA! ¡CÁLLENSE Y CÁSENSE YA!
Al final, nuestro equipo ganó.
Celebramos con juguito de mango y plátano. Y mientras todos hablaban, él se sentó a mi lado, en el pasto mojado.
—Mariana…
—¿Sí?
—Me gusta mucho pasar tiempo contigo.
Silencio.
Mariposas.
¡Gusanos en entrenamiento para ser mariposas!
—A mí también —le dije con una sonrisita tonta.
Nos miramos. Y ahí, mientras el sol se escondía, una idea loca se instaló en mi mente:
¿Y si esto… apenas está empezando?
Después de la guerra de globos y los gritos de victoria (gracias a mi puntería nivel David contra Goliat, aleluya), fuimos liberados para ir a nuestras cabañas, cambiarnos y volver para la siguiente actividad.
Obviamente, mi cabello era un desastre.
Mi hermosa trenza, esa que había logrado hacer con la precisión de una cirujana cristiana, ahora parecía una cuerda náutica que sobrevivió a un naufragio.
—Mariana —dijo Natali, entre risas—, tu cabello parece un testimonio de guerra.
—Porque LO ES, hermana. Fue bañado en aguas, en lágrimas, y en sudor… de otros.
Corrí a la cabaña y me miré al espejo. Mi cabello rubio oscuro tenía nudos que ni Sansón con toda su fuerza podría desenredar.
Me senté con resignación. Agarré mi peine. Y oré.
—Dios, dame paciencia… o una plancha mágica, lo que venga primero.
En ese momento entraron Natali, Percy y Javier.
—¡Ese fue el mejor juego del mundo! —gritó Percy, mientras comía galletas mojadas con jugo.
—¿Quién come eso? —le pregunté, horrorizada.
—Alguien lleno del Espíritu… y del hambre —dijo, con la boca llena.
Natali se sentó a mi lado y me ayudó a volver a trenzar el cabello.
—Tienes el cabello más lindo del campamento, ¿lo sabías?
—Sí —dije sin humildad—, pero igual gracias por recordármelo.
—Bueno, Avril no opina lo mismo —soltó Javier.
Todos nos quedamos en silencio.
—¿Qué hizo ahora? —pregunté.
—La escuchamos murmurando que "la rubia de ojos claros solo destaca porque hay buena luz". —dijo Natali imitando su voz de diva frustrada.
¿Sabes qué destaca de ella? La envidia con puntas rosadas.
—Pues que se prepare —dije, alisando la trenza—. Porque con buena o mala luz, igual brillo. Porque Dios no me diseñó para competir, sino para inspirar.
—¡ALELUYA! —gritó Percy, tirándose al piso como si hubiera recibido una unción.
Salimos a tiempo para la siguiente actividad. Era un tiempo de reflexión bajo los árboles. Música suave, hojas cayendo, aire que acariciaba el alma.
Me senté sola un momento, mirando el cielo entre las ramas.
Y él llegó.
Steve.
Se sentó cerca. No tan cerca como para incomodar. Pero lo suficiente para sentir que estaba ahí.
—¿Cómo va tu cabello? —preguntó con una sonrisa.
—Sano y salvo. Mi amiga trenzadora profesional lo salvó —respondí.