El sol ya bajaba y comenzaba a refrescar. Estábamos todos reunidos para la dinámica de oración al aire libre, y yo me encontraba en modo:
“Señor, háblame pero no me dejes llorar con moquito en público porque mi dignidad está en juego.”
Me acomodé junto a Steve, Natali, Percy y Javier, todos con sus mantas, sus Biblias y ese entusiasmo que solo los campamentos cristianos despiertan cuando dicen “vamos a hacer algo diferente esta noche”. O sea, todos sabemos que ese "algo diferente" es llorar.
Y justo cuando estaba a punto de orar...
—Uy, ahí viene la rubia bamba —dijo Avril, en tono de burla, pasándome por el costado con su botellita rosada con glitter.
Señor… este es mi valle de sombra de muerte. Confórtame.
Me giré lentamente con una sonrisa celestial.
—Hola, Avril. No sabía que estabas aprendiendo sobre frutos del Espíritu. El sarcasmo no es uno de ellos, por cierto.
Natali soltó una carcajada. Percy chocó su Biblia con la mía en señal de “¡toma eso!”.
Y Steve… Steve me miraba como si yo fuera la personificación de Proverbios 31 con sentido del humor.
—De verdad te crees especial, ¿no? —siguió Avril, cruzándose de brazos—. Solo porque tienes los ojitos bonitos y el chico perfecto...
Dios mío… si quiere un novio, mándale uno. Pero si sigue hablando así, mándale un espejo y una Biblia abierta en Gálatas 5:22.
—No me creo especial —le respondí suave—. Solo sé que Dios me hizo con propósito, con amor… y con este tono de rubio oscuro que ni los filtros de Instagram pueden imitar.
Avril resopló, dio media vuelta y se fue. Literalmente con el ego herido y la gracia ausente.
Percy murmuró:
—¿Quién necesita defensa cuando tienes a Mariana de los Ángeles en modo full guerrera espiritual?
Steve me tomó de la mano, y sonrió:
—Rubia bamba, ¿eh?
—¡No empieces! —le dije riendo—. Que te beso aquí mismo y te dejo sin aliento.
—Hazlo y lo comprobaré.
Y sí. Lo hice.
Un beso suave, tierno, justo antes de empezar la oración.
Un beso que no fue escandaloso… fue puro.
Como si dijéramos: “Gracias, Dios, por esta historia que estás escribiendo”.
Porque mientras el mundo decía "rubia bamba",
Dios decía: "Luz entre los pinos."
Y yo lo creía.
Después del momento rubia bamba™, nos sentamos en semicírculo alrededor del fogón. Las llamas danzaban con el viento y el cielo se iba llenando de estrellas, como si Dios mismo estuviera encendiendo cada una para decirnos: “Aquí estoy. Siempre estuve”.
Yo tenía la cabeza recostada sobre el hombro de Steve, y él me acariciaba el cabello con esos dedos suavecitos que Dios talló con amor.
Literalmente: ese hombre fue diseñado con el Salmo 139 en la mente.
—¿En qué piensas? —me susurró.
—En cómo Avril no se cansa. O sea… su constancia debería ser premiada. Pero con ayuno.
Steve soltó una risa suave.
—Yo pensaba en ti. En lo valiente que eres.
—Valiente yo… —dije levantándome—. Me tropecé con mi propia sombra hace una hora. Pregúntale a Percy.
—¡Confirmo! —gritó Percy desde su banca mientras mordía una galleta—. Y lloró por una uña rota.
—¡Era una uña bendecida! —me defendí, dramática—. Tenía brillo celestial.
Todos reímos. Hasta Javier, que estaba en su modo “hago chistes sarcásticos pero en el fondo soy un osito con Biblia”.
Entonces el pastor juvenil dijo:
—Ahora, vamos a tener un momento de reflexión. Cierra tus ojos y pregúntale a Dios: “¿Qué ves en mí que yo aún no veo?”
Yo cerré los ojos.
Y escuché una voz suave, adentro. No fue como en las películas. Fue como un eco dulce, como un susurro entre los latidos.
“Veo propósito. Veo fuerza. Veo una luz que ni siquiera tú has notado. Veo una historia que apenas comienza…”
Abrí los ojos, y Steve me miraba con ternura.
—¿Qué te dijo Dios? —me preguntó en voz baja.
—Que me ve completa. Aunque yo a veces solo vea mis caídas, mis dudas… mis rodillas raspadas del vóley.
Steve sonrió, me tomó la mano y dijo:
—Yo también te veo así.
Señor, si este no es mi esposo, ¡devuélveme mis suspiros!
Al rato, cuando ya todos estaban más relajados, Percy se nos acercó con su infaltable snack.
—Estoy convencido de que vine a este campamento a comer, reír… y ver cómo ustedes se ponen melosos.
—¿No estás feliz de ver que el amor existe, Percy? —le dije sonriendo.
—Estoy feliz, pero si siguen besándose voy a tener que taparme los ojos con pan.