Luz Entre Los Pinos

DE RODILLAS Y DE LA MANO

Al día siguiente, desperté con una sonrisa en el rostro… y un nudo en el cabello que parecía batalla espiritual.

—Hermana —me dijo Natali, con voz de “voy a decir algo serio”—, tienes cara de haber soñado con bodas y bebés con nombres bíblicos.

Yo me tapé la cara con la almohada, pero ya era muy tarde.

—No voy a negar ni confirmar —respondí desde mi escondite—. Solo diré que… fue un sueño muy bendecido.

—¿Bendecido o con bendición incluida? —dijo entre risas mientras me lanzaba una trenza floja.

La mañana siguió entre devocionales, canciones y galletas que claramente no eran maná del cielo, pero hacían el intento. Steve y yo nos saludamos con una mirada cómplice, esa que solo se entiende cuando la noche anterior hubo oraciones, besos y una promesa sin palabras.

Durante el taller de dramatización bíblica (sí, eso existe y sí, yo fui María Magdalena llorando con un tarro de perfume), Steve se ofreció como Jesús. ¿Coincidencia? No lo creo. ¿Oportunidad para verlo en túnica blanca? Absolutamente.

Pero claro… no todo podía ser perfecto.

—Oye, Mariana —dijo Avril, sentándose a mi lado mientras comíamos—, ¿no crees que estás idealizando a Steve?

—¿No crees que estás idealizando tu tinte de puntas rosadas? —respondí, masticando mi panqueque con dignidad.

Ella bufó.

—Solo digo que deberías tener cuidado. A veces, la emoción parece paz… y no lo es.

La miré. Por un instante, quise responder con una clase de apologética amorosa, pero decidí respirar hondo.

—Lo sé. Por eso oramos anoche. Por eso no estamos corriendo. Y por eso no necesito tu aprobación.

Avril se quedó callada. Y eso, en su idioma, era un “me duele, pero no tengo argumento”.

Steve se acercó en ese momento con dos vasos de jugo.

—¿Todo bien aquí? —preguntó con su voz de siervo de Dios con estilo.

—Todo en orden —le respondí, aceptando el jugo y lanzando una sonrisa que decía: “gracias por llegar justo a tiempo, caballero celestial”.

Más tarde, en un momento libre, algunos chicos comenzaron a tocar canciones de adoración cerca del lago. Y ahí fuimos. Porque si algo sabíamos hacer en ese campamento, era adorar en cualquier parte. Aunque los zancudos se creyeran enviados del enemigo.

Steve tomó su guitarra, me guiñó un ojo, y empezó a cantar “Digno y Santo”. Su voz llenaba el aire con una dulzura que me hacía querer levantar las manos… y el velo de novia imaginario.

Me senté a su lado, y mientras todos cantaban, sentí su mano rozar la mía. No la tomó. Solo la rozó. Como si me dijera: “Aquí estoy, sin apuro, sin presión. Solo contigo y con Él”.

Y ahí entendí algo que no había entendido antes.

El amor no siempre grita.
A veces solo… adora.

Cantamos. Lloramos un poquito. Percy apareció con su galleta (¿acaso nunca se le acaba?) y se sentó en silencio. Javier abrazó a su guitarra y dijo:
—Creo que me acabo de enamorar del Espíritu Santo otra vez.

Todos reímos.

Y entonces, Steve me miró, bajito, como si solo yo pudiera oírlo:

—¿Puedo pedirte algo?

Asentí.

—¿Podemos orar otra vez esta noche? No por “nosotros”, sino por lo que Él quiera con nosotros.

Lo miré como si el cielo acabara de enviar su carta de confirmación.

—Sí, Steve. Claro que sí.

Y así terminó el día. No con fuegos artificiales, ni profecías exageradas, ni milagros de película. Solo con corazones rendidos, y dos chicos sentados bajo las estrellas, listos para orar, amar y esperar.

Porque cuando el amor es real… también se arrodilla.

Esa noche, la fogata era menos fogata y más brasita tímida. Algunos ya se habían ido a dormir, otros seguían contando testimonios entre bostezos y tazas de chocolate caliente (que en realidad era más leche tibia con actitud).

Steve y yo nos quedamos un poquito más, sentados juntos, nuestras rodillas apenas tocándose. No hacíamos escándalo, no necesitábamos hacerlo. Lo que había entre nosotros no era para gritarlo… era para vivirlo.

—¿Listos para orar? —me preguntó con una sonrisa que me quitaba el sueño, pero me daba paz.

Asentí, y nos alejamos solo un poco, hasta una piedra grande junto al lago. El reflejo de la luna se movía sobre el agua como si estuviera bailando una danza de adoración, y yo no podía evitar pensar que Dios había armado ese escenario solo para nosotros.

Nos tomamos de las manos. Cerramos los ojos.

—Señor —empezó Steve, suave—, gracias por este día. Gracias porque estás aquí. Porque aunque podríamos estar en cualquier parte, elegimos estar contigo.

Yo respiré profundo, sintiendo la brisa fresca rozarme el rostro.

—Gracias, Dios, por hablar sin ruido. Por darnos paz en medio del campamento, de los pensamientos, de la vida.

Steve apretó mi mano con ternura.

—Y si esto que sentimos viene de Ti, Señor… confírmalo. Muéstranos. Dirígenos. No queremos un amor que solo sea bonito; queremos un amor que Te glorifique.

Abrí los ojos un segundo. Él seguía con los suyos cerrados, su rostro en total reverencia. Y ahí lo supe: este chico sí que oraba con el corazón, no con la pose.

—Y si no es Tu voluntad —dije, apenas un susurro—, que sepamos soltar sin dejar de confiar. Que no nos aferremos a lo que emociona, sino a lo que edifica.

Terminamos la oración sin “amén” dramático, sin coros de fondo, sin rayos en el cielo. Solo un suspiro compartido… y una mirada llena de paz.

—Me gusta esto —dijo Steve, rompiendo el silencio—. Me gusta caminar así. Lento. Seguro. Contigo y con Dios.

—Me gusta también —respondí—. Aunque lo lento me desespera a veces.

—Por eso estás conmigo —bromeó—. Para que practiques la paciencia.

Me reí.

—Y tú conmigo, para practicar la humildad, porque te voy a ganar en todas las dinámicas mañana.



#4937 en Novela romántica

En el texto hay: 15 capítulos

Editado: 15.07.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.