Aletha
Hay una frase que dice lo siguiente:
Me había hecho una promesa a mí misma: no volver a sentir, no volver a abrir mi corazón. Sin embargo, apareció él en mi vida, de una manera sutil, sin hacer ruido y sin imponer ninguna exigencia sobre mí. Y eso me hizo comprender que hay cosas en la vida que no se persiguen ni se buscan, sino que simplemente se encuentran de manera inesperada.”
Han pasado dos años desde que conocí a Romeo, ese chico que me hace experimentar emociones inexplicables. Sin embargo, él ha sido muy comprensivo respecto a mi decisión de no querer tener una relación amorosa ni nada por el estilo. Recuerdo claramente aquel día en que su actitud fue realmente caballerosa; a pesar de mis reservas, Romeo logró convertirse en mi amigo. Su manera de ser, su apoyo y su respeto hacia mis sentimientos han hecho que nuestra conexión sea especial, incluso sin la necesidad de darle un nombre romántico.
Esa tarde no era nada especial, y tal vez por eso la recuerdo tanto. Estamos en su casa, tirados en el suelo, rodeados de papas fritas, dos vasos de jugo a medio tomar y una película a la que ninguno de los dos prestaba atención. Romeo se reía solo, mirando su celular, mientras yo hojeaba una revista antigua sin leer de verdad. La luz del sol entraba por la ventana, dándole a todo un suave tono naranja, como si el tiempo hubiera decidido detenerse.
—¿Quieres ver otra cosa? —me pregunta de repente, con esa voz baja que utiliza cuando no quiere interrumpir el momento.
Yo niego con la cabeza sin mirarlo.
—Así está bien.
Entonces se estira, bostezando como un gato, y su brazo roza el mío. Un contacto mínimo, casi accidental. Pero mi piel se eriza al instante. Me quedo quieta. Él también.
Lo miro de reojo y allí está su sonrisa, esa que no muestra a cualquiera. No es un gesto seductor. Es... tranquila, genuina. De esas sonrisas que te hacen sentir vista sin invadir tu espacio.
—¿Estás bien? —pregunta, sin moverse.
Trago saliva. No sabía qué me pasaba. Solo supe que quería quedarme ahí un rato más. Que ya no me dolía tanto sentir.
—Sí. Estoy bien... contigo.
Él no dice nada. Solo se apoya nuevamente sobre el codo, más cerca de mí esta vez. No intenta tomar mi mano. No se acerca más de lo necesario. Pero su presencia habla.
Y por primera vez en mucho tiempo, no sentí la necesidad de levantar una barrera.
No necesitaba tocarme para hacerme temblar. Con su calma y su forma de quedarse… como si no tuviera prisa ni intención de irse, era suficiente.
No era amor. No todavía. Pero era algo cálido, como el inicio de una tregua entre mi corazón y el mundo.
Más tarde, cuando el cielo ya se había tornado de un azul profundo y las luces del vecindario comenzaban a encenderse, salimos a la terraza. Romeo se sentó en el borde, con las piernas colgando, y me ofreció una de sus sudaderas porque se dio cuenta de que tenía frío. No dije nada, solo la acepté.
—¿Sabes qué es lo que me gusta de ti? —preguntó después de un rato, sin mirarme.
—¿Qué?
—Que no finges ser feliz. Pero tampoco dejas de intentarlo.
Lo miro, sorprendida, no tanto por la frase, sino porque realmente me ve. Me vio más de lo que le había permitido a nadie en mucho tiempo.
Y entonces, sin pensarlo, le pregunto:
—¿Tú crees que algún día me recuperaré del todo?
Se encoge de hombros con una ternura que me desarmó.
—No lo sé. Pero mientras tanto, aquí estoy.
Me quedo en silencio. No sé cuánto tiempo pasó, pero el aire estaba cargado de cosas que ninguno de los dos decía. Romeo no apremiaba, solo miraba el cielo como si pudiera leer en él algo que yo no lograba ver.
—A veces —comienzo con la voz temblorosa
—, siento que soy una casa abandonada. Que tengo ventanas rotas por donde entra el frío y habitaciones vacías donde nadie quiere quedarse.
Él no me interrumpe.
—Y otras veces… me convenzo de que merezco estar así. Sola. Porque cuando era niña, aprendí a guardar todo lo feo para no molestar a nadie. Y ahora, me cuesta abrirme. Me cuesta hasta confiar en mí misma.
No me miraba. Sin embargo, su presencia era tan firme, tan segura, que sentí que podía seguir.
—Una vez le conté a alguien algo que me dolía, y lo usó en mi contra. Desde entonces, aprendí a callar. A ser fuerte por fuera y a no mostrar debilidad. Pero contigo… me pasa algo extraño.
Entonces, sí lo observo con mis grandes ojos.
—Me dan ganas de hablar. Y eso me asusta más que cualquier otra cosa.
Él gira lentamente el rostro hacia mí. Sus ojos, siempre tranquilos, parecían aún más cálidos.
—No necesitas arreglar la casa —dice suavemente
—. Solo deja la puerta entreabierta. Para que entre la luz. O alguien que sepa cuidar.
No digo nada. Solo lo miro Y por dentro, una parte de mí —esa que siempre estaba alerta
— bajo la guardia un poquito más.
No hablamos más. No era necesario.
Nos quedamos ahí, sentados en la terraza, mientras la noche caía lentamente y el cielo se llenaba de estrellas tímidas. Podía oír el susurro de las hojas, el ladrido lejano de un perro y su respiración tranquila, al compás de su pecho subiendo y bajando.
Y por primera vez en mucho tiempo, no me siento en peligro por estar en silencio con alguien.
No necesitaba llenar el espacio. No tenía que explicar ni justificar nada. Romeo no espera que yo fuera fuerte, ni me exigía que fuese feliz. Simplemente estaba allí, compartiendo el mismo trozo de cielo conmigo.
El aire me rodeaba. El momento me sostiene
Siento su brazo rozando el mío suavemente, como si no quisiera romper la delicadeza de esa quietud. Me doy cuenta de que, sin buscarlo, había encontrado algo que ni siquiera sabía que necesitaba: un lugar donde respirar no me dolía.
Quedo mirando las estrellas. Y en medio de tanto silencio, algo dentro de mí comenzó a ordenarse.
Me inclino un poco hacia atrás, apoyando las palmas en el áspero suelo de la terraza, y cerré los ojos por un instante. Sentí el calor aún tibio del día en el concreto y el frescor de la noche que se acercaba sin pedir permiso.