Narra Aletha
La brisa de la tarde acariciaba suavemente mi rostro mientras me encontraba en el jardín, sumida en mis pensamientos sobre él. Desde que lo conocí, algo en su manera de mirarme y en la forma en que sonreía ante mis palabras había comenzado a penetrar en mi corazón. Era como si cada encuentro, cada conversación, rasgara un poco más las paredes que había construido a mi alrededor.
El atardecer pintaba el cielo de tonalidades anaranjadas y doradas, reflejando mis emociones en un cuadro de colores vibrantes. No podía evitar recordar aquellos momentos que habíamos compartido, las risas, las miradas cómplices y las pequeñas charlas que parecían tener su propia magia. Cada palabra suya resonaba en mí, y me encontraba perdida en un torbellino de sentimientos que no había anticipado.
Mientras pensaba en su encanto y en su manera de ser, un susurro de esperanza se encendió en mi interior. Tal vez, solo tal vez, él sentía lo mismo por mí. La forma en que se aproximaba, siempre con esa confianza y dulzura, me hacía soñar con la posibilidad de algo más grande. Aquellas pequeñas situaciones, como la manera en que rozaba mi mano al pasar o el brillo de sus ojos cuando me escuchaba, parecían indicios de que su interés no era solo una ilusión.
El contraste de la luz del sol en el horizonte y las sombras de la tarde se reflejaba en mis pensamientos. Cada día, la atracción que sentía por él se fortalecía, llevándome a un lugar donde la incertidumbre y la ansiedad se mezclaban con una intoxicante emoción. Romeo comenzaba a conquistar no solo mi mente, sino también cada rincón de mi corazón.
En ese instante, decidí que era momento de enfrentar mis sentimientos. Las palabras no dichas pesaban en el aire entre nosotros, y sabía que, si deseaba avanzar, debía dar un paso hacia lo desconocido. Con el propósito de descubrir cómo se sentía él, cualquier cosa parecía más fácil que seguir callando.
Miré una vez más el cielo, inspirado y decidido. Este capítulo de mi vida había comenzado a escribirse de una manera que nunca imaginé, y, sin duda, Romeo era el autor de esta historia.
Agarro el teléfono móvil y lo sostengo entre mis manos, sintiendo su peso un poco más intenso de lo habitual. Mis dedos temblorosos apenas pueden mantenerse firmes. Es absurdo —Solo estoy enviando un mensaje
—, Sin embargo, tengo la sensación de que estoy enviando una parte de mí misma a través de él.
Estás en casa?”
Lo escribo sin pensar demasiado. Luego lo leo, una vez más titubeando, y finalmente lo envío.
Mi corazón late con más fuerza. Me recuesto levemente sobre el sofá, cerrando los ojos como si ello pudiera traerme un poco de calma.
Poco después, el teléfono vibra.
“Sí. ¿Estás bien?”
“Solo... quería verte.”
No hay vuelta atrás. Y no quiero que la haya.
Apenas pasan un par de minutos cuando veo que ha leído mi mensaje. Poco después, llega su respuesta:
“Sí. Ven cuando quieras.”
Y ahí me encuentro, frente al espejo, peinandome el cabello como si estuviera preparándome para una cita.
En este preciso momento estoy saliendo de casa, sintiendo una mezcla de nerviosismo y anticipación.
Me invade la ansiedad por el acto de confesarle mis sentimientos hacia él. Cada paso que doy hacia la puerta está lleno de incertidumbre, pero también de la esperanza de que este sincero gesto pueda acercarnos más.
Me encuentro frente a su puerta, con las manos en los bolsillos y la mente llena de pensamientos desordenados. No he usado maquillaje ni me he arreglado. He venido tal como soy, con todo lo que siento, sin adornos ni pretensiones.
Toco el timbre. Él abre la puerta.
Me observa como si no supiera qué esperar, pero con esa tranquila calma que siempre me invita a quedarme. No formula preguntas. No le hace falta.
—¿Puedo quedarme un rato? —Pregunto, casi en un susurro.
—Claro —Me responde.
Él hace un gesto con la cabeza, apartándose para que pueda entrar.
Camino hacia el sofá habitual, como si mis pasos supieran de memoria el recorrido. Me siento con cuidado, como si cada segundo de silencio fuera algo delicado. Romeo se sienta a mi lado, manteniendo una distancia que no me incomoda, sin intentar llenar el aire con palabras innecesarias.
Nos sentamos en el sofá que hemos compartido tantas veces. El silencio nos envuelve. Él pone una lista de reproducción suave, una de esas con melodías que flotan sin incomodar. Yo juego nerviosamente con mis manos, como si no supiera dónde dejarlas.
Me invade la ansiedad por el acto de confesarle mis sentimientos hacia él. Cada paso que doy hacia la puerta está lleno de incertidumbre, pero también de la esperanza de que este sincero gesto pueda acercarnos más.
—Estoy bien —Digo de repente, sin mirarlo
—. Pero hay días en los que no sé cómo estar conmigo misma. Y hoy… necesitaba estar con alguien que no me forzara a explicar eso.
Romeo se acomoda en su sillón, más cerca de mí, pero sin invadir mi espacio.
—Conmigo no tienes que hacerlo —asegura—. Solo si así lo deseas.
Lo miro a los ojos. Él también me observa.
Y en ese instante, en esa calma compartida, comprendo que a veces el amor no llega como un huracán. A veces, se presenta así: como una tarde en silencio, con alguien que sabe cómo quedarse
Cuando Romeo abre la puerta, su rostro se ilumina levemente, como si no esperara verme, pero a la vez, su expresión sugiere que no necesita una razón para recibir mi visita.
—¿Todo bien? —me pregunta con esa voz suya que no requiere respuestas.
—No lo sé —respondo en un susurro
—. Pero contigo… las cosas se sienten un poco más manejables.
Él no dice nada más, simplemente se aparta para dejarme pasar.
El ambiente es silencioso. Solo existe la calma que nos rodea, la suya y la mía. Su cercanía no me oprime; al contrario, me envuelve, como una manta que brinda calidez y compañía.