Aletha
En este momento particular de mi vida, se abre un nuevo capítulo que marca el inicio de una nueva etapa. Es un periodo en el que las sombras de la tristeza, que durante tanto tiempo me habían rodeado, parecen desvanecerse gradualmente. Empiezo a sentir una renovada sensación de alegría que se despierta en mi interior, similar a un cálido amanecer que sigue a una larga y fría noche llena de oscuridad. A medida que continúo pasando las páginas de esta narrativa personal, me doy cuenta de que mi corazón se está abriendo nuevamente a las pequeñas cosas que solía disfrutar en el pasado.
Recuerdo con claridad momentos específicos que logran sacar una sonrisa de mi rostro: esos encuentros inesperados con viejos amigos que me llenan de gratitud, las conversaciones ligeras y llenas de risas que me devuelven la alegría o la simple experiencia de dar un paseo al aire libre, en el que el sol acaricia mi piel de forma reconfortante. Cada uno de estos breves instantes me recuerda que la felicidad no ha desaparecido por completo; estaba, en realidad, oculta, esperando el momento perfecto para resurgir y brillar nuevamente en mi vida.
En este nuevo capítulo, me tomo el tiempo para explorar mis propios sentimientos y reflexionar sobre lo que verdaderamente significa reencontrar la risa en mi existencia. Cada sonrisa que se dibuja en mi rostro se siente como un pequeño triunfo, una señal clara de que estoy sanando y de que el futuro puede ser mucho más luminoso de lo que alguna vez imaginé.
A medida que desarrollo mi relato, empiezo a comprender que, a pesar de los innumerables desafíos que he tenido que enfrentar en el camino, el poder de la esperanza y la alegría puede iluminar incluso los días más sombríos. He comenzado a abrazar esas risas que me acompañan, no solo como un regreso a un estado emocional anterior, sino como una verdadera transformación personal hacia una nueva y enriquecedora etapa de mi vida.
Aunque todavía hay días en los que las sombras regordan, ya no se sienten tan pesadas. He llegado a comprender que no estoy sola. No solo por la compañía de Romeo, sino porque hay algo dentro de mí que se está afirmando, algo que ha decidido quedarse y que ya no desea marcharse. Es como si, por fin, estuviera en proceso de regresar a mí misma, no a la versión anterior que conocía, sino a una nueva faceta que ha aprendido a vivir con mayor sutileza y compasión.
He comenzado a reír sin el miedo de que algo interno se quiebre. He empezado a observar el mundo que me rodea sin el velo del dolor constante que solía nublar mi visión.
Y en medio de este camino de autodescubrimiento, estoy encontrando un amor sereno y pacífico, uno que no grita ni exige, que simplemente está presente, como un faro iluminador o un refugio cálido.
Y yo… yo empiezo a sonreír de nuevo. No porque el dolor se haya desvanecido por completo, sino porque he aprendido que es posible florecer incluso con cicatrices.
Hoy he decidido salir a caminar sola. No porque sienta la necesidad de escapar de algo, sino porque me surge el deseo de estar a solas conmigo misma. Es una sensación extraña, pero liberadora; me siento liviana, como si el aire pesara menos. Mis pasos ya no están arrastrados por el cansancio del pasado, sino que están guiados por una alegría tranquila, de aquellas que no hacen ruido pero que logran llenar todos los espacios de mi ser.
Recorro el parque al que solía ir cuando necesitaba desconectarme del mundo. Pero hoy, en lugar de sentir que huyo de algo, tengo la sensación de regresar. Regresar a lo simple. A lo que realmente soy. A lo que me hace feliz.
Encuentro un lugar en una banca bajo un árbol, con la brisa acariciando mi cabello y el sol filtrándose entre las hojas verdes. Observo a la gente que pasa, a los niños que corren y juegan, y a las hojas que danzan al compás del viento. Y sonrío. Sin pensar en exceso. Sin forzar nada.
Levanto la vista hacia el cielo y me permito respirar profundo.
Y justo en ese instante, en el silencio que está lleno de vida, mi corazón susurra un mensaje que no había tenido la oportunidad de escuchar en mucho tiempo:
“Estoy bien.”
No en un estado de perfección. No de una manera completa. Pero lo suficientemente bien como para quedarme aquí en este momento… y disfrutar de la felicidad que me brinda estar presente.
Siento que, sobre todo, estoy completa. Me siento como esos pájaros que vuelan libres y felices, permitiéndome ser auténtica y feliz. Estoy agradecida por Romeo, quien me ha enseñado lecciones que son difíciles de explicar y me ha mostrado cómo disfrutar de cada momento como si fuera el último.
Pienso en él. Ya no lo hago como antes, llena de ansiedad o atada a preguntas sin respuesta. Ahora lo pienso con suavidad, como cuando se recuerda una melodía que nos alegra el corazón.
Romeo no ha intentado cambiarme ni tampoco rescatarme. Se ha quedado a mi lado, mostrándome que se puede amar sin invadir, que se puede acompañar sin atar. Su presencia ha transformado la forma en que miro el mundo. Me ha enseñado a ver la belleza en lo cotidiano y a comprender que no necesito tener todas las respuestas para merecer estar bien.
Tomo el teléfono y dudo un instante. No porque no quiera hablarle, sino porque este momento conmigo también me hace sentir bien. Por primera vez, no siento que tenga que elegir entre él y yo. Hoy, sé que puedo tener ambas cosas.
El teléfono permanece en mi mano, pero no lo desbloqueo. Lo miro, y una sonrisa surge de forma natural en mi rostro. No es una sensación de urgencia, ni una necesidad imperiosa. Es algo más sencillo: el deseo de compartir este momento, de decirle que estoy bien, no por él, sino también gracias a él.
Justo cuando apoyo el teléfono en mi regazo, vibra suavemente.
—Romeo: “No quiero interrumpirte. Solo quería saber si estás sonriendo hoy.”
Mis ojos se humedecen un poco, no por tristeza, sino por la ternura inesperada que me genera su mensaje. Miro a mi alrededor, como si de repente el mundo se hubiera llenado de belleza. Y entonces decido escribirle: