Aletha
En esta página de capítulo de mi vida está dedicada a reflexionar sobre mi propia experiencia, se profundiza en el concepto de la ternura y su intrínseca relación con la valentía. Muchas veces, se asocia la valentía únicamente con demostraciones de fuerza física o coraje, pero aquí se presenta una perspectiva diferente: a menudo, la ternura requiere un nivel considerable de valentía emocional que no siempre se reconoce.
La discusión comienza con un análisis crítico de cómo la sociedad tiende a desestimar la relevancia de la ternura, erróneamente vinculándola con la debilidad. Sin embargo, se plantea que expresar ternura implica abrirse y ser vulnerable, lo cual puede ser más desafiante que las formas tradicionales de manifestar coraje. Mostrar ternura no es solo un acto de bondad; es un enfrentamiento con nuestras propias emociones y una exposición a la posibilidad de ser heridos, lo que constituye en sí mismo un acto valiente.
A lo largo del texto, se comparten diversas historias y ejemplos de personas que han tenido que demostrar ternura en momentos cruciales de sus vidas, ya sea en el ámbito de las relaciones personales, en la crianza de los hijos o en contextos comunitarios. Estas acciones, aunque a menudo pasan desapercibidas, son fundamentales para establecer vínculos más profundos y significativos entre las personas.
Además, se explora el papel que juega la ternura en la resolución de conflictos. Frecuentemente, se cree que la agresión, ya sea verbal o física, es la forma más eficaz de gestionar disputas. Sin embargo, se sostiene que al abordar los conflictos desde una postura de ternura, se pueden abrir puertas hacia la empatía y la comprensión. Esto transforma las dinámicas de confrontación en oportunidades para el crecimiento personal y la reconciliación.
Finalmente, se termina que cultivar la ternura en nuestras vidas no solo nos permite ser más valientes, sino que también contribuye a crear un entorno más compasivo y saludable para todos. Me invita a reflexionar sobre mis propias vivencias y a considerar de qué manera puede integrar más ternura en su vida cotidiana, reconociendo que esta apertura a la vulnerabilidad es, en efecto, una de las formas más auténticas de valentía que se puedo exhibir.
He pasado gran parte de mi vida convencida de que debía ser fuerte, de que tenía que endurecerme para poder resistir las adversidades. Aprendí a esconder mis emociones, a mantenerme en pie sin importar cuánto doliera, y a evitar mostrarme demasiado sensible, todo esto por el temor de que me consideraran frágil.
Sin embargo, estar a tu lado, Romeo, ha transformado mi perspectiva de una manera que nadie más lo había hecho antes. Me has enseñado que ser tierna no me convierte en débil; por el contrario, me hace humana y valiente.
La manera en que me miras cuando bajo la guardia, la forma en que tomas mi mano sin intentar controlarla, la delicadeza con la que me tocas, como si comprendieras que hay heridas que aún están en proceso de sanar… Todo esto me ha revelado que la ternura es, en sí misma, una fuerza poderosa. Hay coraje en amar con suavidad en un mundo que siempre demanda dureza.
Hoy elijo no escribir sobre cicatrices. Hoy quiero hablar de caricias, esas que no causan dolor. Caricias que no se solicitan, pero que llegan suavemente, como un susurro que envuelve y consuela.
La ternura es el lenguaje de las almas que han decidido permanecer, incluso cuando tenían la opción de huir. Y tú, Romeo, has elegido quedarte. No lo has hecho con grandes gestos o promesas ostentosas; te has quedado en los pequeños detalles: en tu risa que ilumina mis días, en tu paciencia que nunca exige nada a cambio, en tu abrazo que me recuerda que ya no tengo que luchar sola.
Eso, para mí, es más que suficiente para seguir eligiéndonos, amándonos sin miedo a lo que digan los demás. Aunque a veces no puedo evitar pensar en mi familia.
Es domingo por la tarde, y la lluvia cae de manera suave sobre los cristales de la ventana, creando un ambiente acogedor y melancólico. No tenemos planes especiales que cumplir y tampoco hay palabras que demanden atención inmediata. Simplemente estamos él y yo, en la cocina, compartiendo una taza de té y el silencio que nos rodea.
Romeo se encuentra en la mesa cortando frutas con esa característica paciencia que lo define. Yo lo observo desde la encimera, con las piernas cruzadas y envuelta en su sudadera, que me queda tan grande que me sumerge en una sensación de calidez y protección. En este momento, me siento segura, como si el mundo externo hubiera decidido detenerse para permitirnos respirar y disfrutar de este instante.
—¿Quieres probar? —me pregunta, extendiéndome un pequeño trozo de mango en la punta de su cuchillo. Su sonrisa es pequeña, casi tímida, pero llena de ternura.
Asiento con la cabeza y me acerco, permitiéndole que me alimente con una naturalidad que hemos cultivado con el tiempo. Nuestros ojos se encuentran por un breve instante, y en su mirada no hay prisa ni exigencia; solo hay presencia, un silencioso estoy aquí que me envuelve sin necesidad de contacto físico.
—Eres dulce —comenta Romeo, sin atisbo de ironía.
—¿Te refieres al mango o a mí? —le pregunto, con un toque de juego en la voz.
—A los dos —responde con una sonrisa.
Su respuesta me hace reír en voz baja. Esas pequeñas cosas, esos momentos simples como este intercambio trivial, son los que me sostienen en días como hoy. No necesito gestos grandiosos ni despliegues dramáticos. Lo que realmente necesito es esto: alguien que no se asuste cuando no tengo las respuestas, que no me presione cuando dudo, que no exija más de lo que soy capaz de dar en esos momentos.
Romeo se acerca un poco más y se apoya en la encimera justo enfrente de mí. No pronuncia palabra alguna, pero su mirada me observa con la intensidad de quien contempla un milagro cotidiano. Y yo… me dejo mirar. Me permito sentir. Me concedo el lujo de ser suave.