Luz oscura

11. Bailando con el diablo — Parte II

Luego de la cena la fiesta fue trasladada al salón contiguo, una elegante y amplia estancia con pisos de roble, enormes ventanales y columnas de mármol. Habían mantenido libre el espacio en medio, y a los costados habían dispuesto largos mostradores cubiertos con manteles blancos; allí yacían presentados los postres y las cuantiosas fuentes de ponche. Un pequeño escenario con una enorme pantalla detrás era la sede de una orquesta de cámara compuesta por saxofonistas, trompetistas, flautistas, un pianista, un percusionista y el director de orquesta, que se dedicaban a interpretar piezas clásicas de big band. El ambiente era cálido gracias a las luces doradas de arañas colgantes y candelabros. Un aplacado y discreto murmullo se fundía por debajo de los instrumentos. Poca gente bailaba; la mayoría se encontraba desperdigada en pequeños o medianos círculos sociales charlando y riendo. Los mozos iban y venían, bandeja en mano, repartiendo bebidas y comida. De no ser por la vestimenta contemporánea de los invitados y la gran pantalla LED apagada, cualquiera podría haber confundido la fiesta con una reunión social típica de los ‘20.

Durante unas dos horas, los jefes de Industrias Exodus se vieron comprometidos a realizar presencia social constante en los diversos círculos de conversación; eran los anfitriones, después de todo. Aguardaron pacientemente a que el champagne corriera sin pudor y las voces se elevaran en un ligero descontrol para deslizarse fuera de la fiesta. Los hombres que la familia McKinley había enviado hacían antesala en una pequeña habitación del The New York Palace. Ninguno de ellos era el Don, pues tras contemplar la idea de que, en teoría, los empresarios mantendrían mayor contacto con quien fuera el líder de la sede neoyorquina, consideraron oportuno que la reunión se efectuara con él y no el Don, quien mantendría siempre sus pies en Los Ángeles. Por lo que sabían gracias a César, era un hombre ya mayor y con dificultades motrices. La verdad, esto los había refrenado un poco en su decisión acerca de efectuar la alianza: una Familia pronta a perder a su líder suele ser terreno inestable y voluble donde pisar. No tenían ninguna seguridad de la permanencia de la alianza si el viejo moría y su sucesor no compartía sus intereses. Sin embargo, Scuro Luce había estado bloqueando algunos de sus puertos y el mercado negro de Brooklyn permanecía bajo el ojo vigilante de la ley. Ni siquiera Banks, su aliado en la Policía de Nueva York, había conseguido allanar el terreno para que los ánimos se calmaran. Al parecer, su jefe Bratton tenía una fijación con destapar y aniquilar el mercado negro de la ciudad. Los jefes de Industrias Exodus seguían maldiciendo el momento en que asumió el actual alcalde: desde ese momento, supieron que tendrían que jugar sus cartas de otra forma.

—Hicieron bien los McKinley en hacerle caso a nuestra amable propuesta —comentó Matteo, con una mano en el bolsillo y en la otra una copa de vino tinto, caminando por el estrecho pasillo que conectaba el salón con la habitación—. Y al decir “amable” estoy siendo irónico, por supuesto.

—Admitieron su error y lo remendaron —anotó César—. Espero que este nuevo jefe sea más inteligente que el anterior.

—¿Qué le habrá pasado al otro? Habría pagado lo que sea por verlo si arrojaron su cadáver mutilado a una zanja apestosa —dijo Matteo, soltando una risita.

—¿Acaso importa? —espetó Nino, mirando directamente a Salemi—. Lo único que debe preocuparnos ahora es el nuevo jefe y esta fiesta. No es momento para sadismos ridículos.

Matteo estuvo a punto de replicarle (seguramente algo nada bonito) cuando César le palmeó el hombro e hizo un movimiento de cabeza hacia enfrente: habían llegado. El hombre suavizó su expresión y le indicó a los hombres de seguridad que abrieran las puertas. Se encontraron con dos sujetos sentados en sillones individuales frente al fuego de la chimenea; ambos poseían rasgos orientales, aunque su tez fuera aceitunada, y abundante cabello oscuro. Nino detalló el león tatuado en sus manos derecha.

—¡Menudos lujos estos, eh! —exclamó el de menor estatura, incorporándose y yendo a estrechar sus manos con energía—. Buenas noches, me presento: mi nombre es Mario Quiroga, y soy quien dirige la sede de Nueva York de la familia McKinley. —Una risa gutural y rasposa se escapó de sus labios.

—Buenas noches, Mario —saludó César cortésmente, extendiéndole la mano—. Yo soy César Sabbatini.

—¡Ah, César! No me he olvidado de ti, hermano gringo. —Volvió a reír—. ¿Cómo has estado estos días?

—Muy bien, gracias.

—Buenas noches, señor Quiroga —murmuró Nino, y estrecharon manos—. Mi nombre es Nino Borgia.

—Y yo soy Matteo Salemi. —Con una sonrisa forzada, repitió el proceso de sus compañeros.



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En el texto hay: mafia, amor y traicion, nueva york

Editado: 25.09.2018

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