Luz oscura

25. Inexorable dualidad

Aquella pesadilla ya era recurrente.

Estaba en la casa de sus abuelos, a las afueras de Nueva York, en el pueblo de Hempstead. Era una casona antigua preciosa, con techos muy altos y paredes de madera; a Nero siempre le entretenía el desafío de intentar memorizar el intrínseco patrón que formaban las baldosas del suelo. Ambientes amplios, bañados en luz primaveral, tan cálidos y acogedores. Los detalles bordados de los manteles, la delicadeza translúcida de las cortinas, y el suave tintinear del collar del gato. Nero y Adriano solían pasar el verano entero allí cuando niños: no había un solo día sin diversión. La abuela siempre cocinaba los platos más deliciosos y en abundancia, mientras que con el abuelo iban a pescar, a los juegos de baloncesto, a los de fútbol americano… Y de vez en cuando, por lo general los fines de semana, sus padres viajaban y se reunían todos como una gran pequeña familia.

Allí arrancaba la pesadilla de Nero. Todos reunidos a lo largo de la mesa, saboreando un increíble pavo asado, oyendo las anécdotas del abuelo y los chistes tontos de papá. Riendo y siendo tan insospechadamente felices. Entonces, las voces comenzaban a aplacarse, como si sus oídos se taparan con agua, y la habitación y los rostros de su familia se fundían en una absoluta oscuridad. De repente, estaba solo. En silencio.

Y veía una luz. Un destello brillante, acercándose poco a poco. Él siempre se sentía irresistiblemente tentado a alcanzarlo, y al tocarlo, volvía a aparecer sentado en la mesa, rodeado por su familia. Aliviado, estiraba el brazo para agarrar el tenedor; pero lo traspasaba con su mano. Entonces advertía que sus dedos y todo su cuerpo estaban hechos de una consistencia vaporosa, translúcida, voluble. Nervioso y asustado, llamaba a su madre. Corría donde ella y gritaba su nombre, una y otra vez. Pero no podía verlo. Ni ella, ni sus abuelos, ni su padre, ni Adriano. Seguían comiendo y riendo, hipnotizados, bajo un halo de ilusión y fantasía. Y él estaba allí, de pie junto a ellos, como un fantasma. Solo. Asustado. Muerto de frío.

Entonces despertaba. Simplemente abría los ojos. Y sin arrebatos de desesperación ni sudado hasta los huesos, enterraba el rostro en la almohada y volvía a ser aquel niño asustado de su pesadilla. Así se quedaba, inmóvil, hasta que los fantasmas de su mente se calmaran y pudiera volver a conciliar el sueño. Hasta que la angustia se volviera soportable.

Porque jamás desaparecía, simplemente se acostumbraba a vivir con ella.

Esa mañana había abierto los ojos en la cama de un hotel. Y recordó que estaba en Londres. Con la pesadilla aún a flor de piel, hundió la cabeza debajo de la sábana y cerró los ojos, suspirando. Apenas unos minutos después, cinco golpes rítmicos en la puerta lo sacudieron de su refugio mental. Aún medio dormido, se giró sobre sí y advirtió los suaves rayos del sol colándose entre las hendijas de la persiana. ¿Qué hora sería?

Casi sonámbulo, se incorporó y fue hasta la puerta. Por supuesto, era Ángela.

—¡Muy buenos días, dormilón! ¿Hasta cuándo pensabas seguir roncando? ¡Vamos, vamos!

Sin pedir permiso, se coló en la habitación y fue directo a levantar la persiana y abrir las cortinas. El sol entró de lleno, y Nero tuvo que entrecerrar los ojos.

—¿Qué hora es? —murmuró.

—Las ocho.

Una vez se acostumbró a la luz, vio que Ángela ya estaba vestida y todo. Le echó un vistazo a su pijama, bufando, y se dejó caer sobre el colchón boca arriba. El calibre de la pesadilla seguía perturbando sus sentidos, aunque debía admitir que la intrusión de Ángela había ayudado mucho a distraerlo.

—Vamos, Nero. —Ángela se sentó a su lado y le palmeó el brazo—. ¡Tenemos tantas cosas para hacer hoy! El itinerario está completo: debemos bajar y desayunar, así a las diez estamos listos para ir al Palacio de Buckingham, luego a la Torre de Londres, entonces la Abadía de Westminster, la Galería Nacional, la Catedral de San Pablo, las Churchill War Rooms, el…

—Oye —la interrumpió Nero, con la voz rasposa—. Te recuerdo que estaremos un solo día aquí. ¿Cómo planeas visitar todos esos lugares? ¿Ya inventaron la teletransportación y no me enteré?

—Pues mejor llegamos a hacerlo porque ya contraté todas las guías turísticas. ¡Así que mueve tu culo y vístete! ¡Vamos, vamos, vamos!

Y desapareció. Nero bufó y aplastó la almohada sobre su cara. Al fin el torbellino se había ido. Unos treinta segundos después, resoluto, se incorporó de un brinco y fue hasta su valija. Estaba algo molesto pero aliviado, la angustia había dejado de estrujarle la garganta y el corazón.



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En el texto hay: mafia, amor y traicion, nueva york

Editado: 25.09.2018

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