Luz y Tormenta

[CAPÍTULO 3]

Matt O'Brien 

—Abre la mano. —Se sienta frente a mi Christian—. Te pondré agua oxigenada para que no se infecte.  

Abro ambos puños dejando ver lo rojo de mis palmas. Se veía la sangre en cada marca que habían dejado mis uñas.  

—Yo puedo solo —le quito el algodón de los dedos y me limpio la palma. 

—¿Por qué nunca dejas que nadie te ayude? —Me mira con el ceño fruncido. 

—No necesito tu ayuda —le respondo sin mirarlo. 

—Me apuras, eres mi hermano. —Trata de tocar mi hombro, pero lo alejo. 

—Hace un momento te valió una mierda mi preocupación por ti. —Me paró del suelo y tomó más algodón—. No te sorprendas si hago lo mismo contigo. 

—Matt yo... —dice cabizbajo. 

—Sé que no te gusta que se metan en tu vida. —Miro detenidamente las marcas ya limpias—. Así que tienes la puerta muy grande. —Me dejo caer sobre la cama—. Vete, ya estás grande. Anda vete. 

— No podemos estar así siempre. —Se sienta a un lado de mí—. Somos hermanos. 

—Te crié desde que eras un niño, Christian. Te enseñe los valores, que creo yo, eran apropiados que los supieras —doy un largo suspiro—. Pero ya estás grande. Quieres hacer lo que quieras, adelante. Yo ya cumplí con mi parte. 

—Siempre te seré agradecido —susurra 

—Tu agradecimiento no me regresará a mi infancia. —Mis ojos no se despegan del techo. Estaba tratando de encontrar un punto de relajación—. Tampoco te reprocho nada. Lo que hice fue con mucho cariño, después de todo eres mi única familia.  

«Familia...» 

Hace tiempo había dejado de entender qué significaba eso. Unos dicen que son personas que te apoyan y se quedan en las malas, en las buenas o en las más jodidas.

Yo no tengo familia, siempre estuve solo. 

Después de un rato de amargo silencio Christian decidió retirarse al no obtener respuestas de mi parte. Me sentía agobiado, aturdido, cansado, sofocado. Bueno, tenía todo. 

Hace un poco más de 3 meses decidí dejar de ir al psicólogo, en primera no estoy loco, en segunda me hacen recordar cosas que no quiero y en tercera porque nada ha cambiado. El dolor en todo este tiempo ha seguido y aumentado, las pastillas no cambian mis ansias y sigo escuchando esas malditas voces en mi cabeza. 

(…) 

Melanie Hernández. 

—No te paras de la mesa hasta que te acabes la comida de ese plato —regaña mi madre golpeando la mesa. 

—Mamá, ya no me cabe más. Siento que voy a vomitar —explicó asqueada. 

Mi panza quería regresar toda la comida. 

—Por eso sigues flaca —replica mi padre—. Te hemos llevado a tantos nutriólogos, pero no haces ni el mínimo esfuerzo por querer mejorar. 

—Lo intento. —Mis ojos se inundan de lágrimas—. Pero tampoco esperen una mejoría al siguiente día. 

—Lo único que haces es que gastemos dinero —sigue mi madre—. Tratamos de darte lo mejor y tú no pones nada de tu parte. 

—Pues con esos comentarios tan idiotas menos va a mejorar —interviene mi hermana menor. 

Se acerca Deryl a un lado de mí y retira mi plato con la poca porción que me quedaba. Normalmente ella no comía en la mesa, le incomodaba estar cerca de nuestros padres. Tiró los residuos al bote de basura y dejó el plato en el fregadero. 

—¿Y tú quién te crees para hablarnos así? —Mi padre levanta la voz. Mi corazón saltaba acelerado, detestaba los gritos. 

—Soy su hermana menor y apuesto a que la apoyó más que ustedes dos juntos —le reta. 

—Tu no vienes a esta casa a hablarnos de esa manera, jovencita —contesta mi madre enojada. 

—Este paso nunca mejorará. Con gritos, con menosprecio, con burlas no podrá mejorar. —Me mira con el semblante enojado.  

Yo sé que Deryl detestaba que nunca me defendiera de las cosas tan hirientes que me decían ellos, pero sólo no podía, eran mis padres… 

—¿Y tú qué vas a saber? Solamente eres una niña. —A este punto los gritos ya estaban en exceso y mis mejillas se mojaban aún más. 

—Sé lo suficiente para decirles en sus caras que ustedes son la peor ayuda que ella y yo podemos tener. —Se forma un nudo en su garganta—. Dicen que quieren ayudarnos, pero ni siquiera conocen a sus hijas. Jamás estuvieron cuando más daño nos hicieron, todo lo justificaron con falta de atención. En cambio nos daban una reprimenda por eso.  

—Deryl… 

Tomó su brazo. Esto podría ser peor si no paraba de hablar. 

—Nunca se dieron cuenta que Melanie desde los 8 años tenía problemas alimenticios. —Toma mi mano en forma de apoyo—. Tampoco se dieron cuenta que desde pequeña tengo problemas psicológicos —traga saliva—. Y todo eso es su maldita culpa y siguen tapándolo con su estúpido menosprecio. 

—Tratamos de darles una buena vida —responde mi madre al borde del llanto y mi padre la abraza. 

«Se hace la víctima, nuevamente» 




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