Matt O'Brien
—¿No te parece que mi piel ya está tomando color? —pregunta, mientras acaricia su piel y expande la crema sobre su brazo.
—Tu piel siempre ha sido blanca, amor. —Paso el cepillo por su cabello—. Pero antes parecía pálida, como ceniza. No tenía brillo.
—Eso mismo pensaba yo —sonríe—. También, los moretones ya no son tan constantes.
—De hecho, tenías uno en tu espalda baja. —Señalo con mi mano libre—. Pero ya se está desapareciendo. Estaba muy morado.
—Desde que empecé con este problema, me ha salido ese moretón. Exactamente en el mismo lugar. —Me mira de reojo—. Sigo pensando como te gustaba mi cuerpecito lleno de moretones.
—Es chiquito y bonito. Se me hacía bien curioso —admito con una sonrisa.
Tome el par de calcetines que estaban sobre la cama y me hinque frente a sus pies para colocarlos. Su mirada estaba muy centrada en como esparcía la crema y yo, bueno. Admito que su cuerpo si había cambiado bastante, dejando mi lado romántico de lado, es que con solo verla causaba que la sangre me hirviera y se centrará en lugares que me ponían tan duro como una piedra. Parecía un niño pequeño rogando por un poco más de ella. Sin dejar de lado que esa voz tan angelical me dejaba adormecido cuando dice mi nombre.
«Concéntrate en otra cosa Matt, pareces idiota viéndola así»
—¿Pasa algo?
Ni siquiera me había percatado de que se me había quedado mirando.
—Me estaba acordando de que llevas días sin que se te caiga el cabello cada que te lo cepillas. —Colocó sus calcetines y me pongo de pie.
Levanto su mano para acariciar mi rojiza y caliente mejilla. Mis manos se habían plantado en sus delicados muslos a la par que le daba unas cuantas caricias con mi dedo pulgar. Acerque un poco más mi cara hasta rozar su nariz. Su respiración era caliente, sus ojos analizaba toda mi cara y yo me moría de los nervios para que me besara de una vez. En un movimiento rápido me tumbo a la cama y se puso sobre mi regazo, dio un pequeño beso en mi mejilla, en mi frente, en la punta de mi nariz y en la comisura de mis labios.
—Mor… —Se aleja de mí, con las mejillas rojas y señala mi hombro—. Creo que te hice una herida.
Mire de reojo mi hombro y me percate de algunos rasguños. No eran tan malas solo estaban algo hinchadas y rojas.
—Tranquila. —Le digo con una sonrisa—. No me molesta tenerlas
—Pero, ¿no te duele? —insiste—. No quería lastimarte, debí hacerlo muy fuerte…
—Pulga, es que a mi no me molesta tener marcas tuyas y mejor aún si son después de hacer el amor, contigo. —Subo mis manos hasta su cintura.
—Matt… —Esconde su cara en mi pecho—. ¿Seguro que está bien?
—Nunca estuve tan bien, pulga. —Levanté su mentón y le plantó un beso.
(…)
Deryl Hernández
La garganta me dolía de tanto estar gritando. Parecía una sopa. Mis zapatos estaban mojados, mi ropa y del cabello escurría agua, mi maquillaje era un desastre. Y tanto que me había costado hacer el bendito delineado en los ojos. Christian venía corriendo detrás de mí y se encontraba igual o peor que yo de mojado.
¿Ya les había contado que amaba esa sonrisa?
Parecía la de un adolescente tierno, curioso, amigable. Pero cuando ya estabas con él, te dabas cuenta de que era todo un torbellino andando. Estar con él era avisarte que al final del día estarías escapando de algo, en este caso, escapábamos de los rociadores de agua. Nosotros nos encontrábamos en la parte trasera del parque, la menos usada. Y creo que tenían horario de mantenimiento, pero estábamos tan ocupados comiéndonos a besos que no nos percatamos de que los rociadores se habían encendido y pues. Aquí estamos.
—Dios, me voy a morir congelada. —Recargo mi espalda en el auto mientras me abrazo para formar calor.
—Nos echaron agua como a los gatos —dice entre risas, mientras guarda las cosas en el auto—. Abre la puerta trasera, ahí tengo una sudadera.
Abro la puerta trasera y sacó la sudadera lo más rápido que pude. El viento ya se estaba haciendo presente y me causaba la piel chinita. Entre al auto prendiendo la calefacción y me hacía bolita en el sillón. Enseguida entró Christian. Él andaba muy fresco, parecía que ni el agua, ni el viento le afectaba.
Ahí conocí la envidia.
—¿Qué diablos comes que no están temblando? —Lo jalo del brazo y lo abrazo.
—Aun soy joven, los jóvenes no tenemos frío. Nunca. —Su voz era tan seria que no se notaba que se estaba burlando de mí.
—Eres un idiota. —Le muerdo el brazo y me lastimo la mandíbula—. Maldito idiota, tienes el brazo muy duro.
—Y no solo el brazo, cerecita. —Enciende el auto para ponernos en marcha.
—Pervertido —achicó los ojos
—Tu pensaste mal. Casi todo mi cuerpo está duro, no estoy aguadito como gelatina —sonríe de manera traviesa.
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Editado: 09.03.2024