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Competencias tontas
Si hay un lugar donde la dignidad va a morir, es en un crucero de solteros. Y la enterraron oficialmente el día que anunciaron “las competencias recreativas”.
Yo pensaba que se trataba de algo normal: tal vez un partido de vóley, un quiz musical, algo con un mínimo de respeto humano. Pero no. Lo primero en el programa fue una carrera de sacos. Sí, como en un campamento infantil, solo que con adultos desesperados por ligar.
—Brooke, tienes que participar —me animó Olivia, con esa sonrisa que mezclaba apoyo moral y ganas de verme hacer el ridículo.
—¿Sabes qué? Prefiero hundirme con el barco.
—No seas exagerada, será divertido. Además… mira quién ya se apuntó.
Levanté la vista y ahí estaba Oliver, con sus brazos cruzados, cara de superioridad y esa maldita sonrisa torcida que parecía decir: “me voy a divertir mucho con esto”.
—¿No que eras demasiado maduro para estas cosas? —le solté, incapaz de quedarme callada.
—Oh, no. Yo me inscribí solo para ver cómo te caes, Brooke. El espectáculo vale la pena.
—Pues prepárate para comer polvo, porque voy a ganar.
No sé por qué lo dije. Probablemente por puro orgullo. El caso es que, cinco minutos después, estaba dentro de un saco de arpillera, saltando como un conejo epiléptico en la cubierta del barco, con veinte personas más tratando de llegar a la meta.
El animador gritaba por el micrófono como si narrara las Olimpiadas:
—¡Y ahí va el grupo uno! ¡Brooke casi pierde el equilibrio, pero sigue en pie! ¡Oliver la rebasa con estilo!
No sé si “con estilo” era la palabra. Oliver parecía un canguro dopado, pero maldita sea, avanzaba rápido.
Yo saltaba, me tambaleaba, y por poco me llevo a Noah por delante cuando perdí el equilibrio.
—¡Perdón! —grité, mientras él se reía.
Ashley me pasó por la izquierda como si flotara. Eva se tropezó y cayó, arrastrando a Diego con ella. Y en ese caos, yo me concentré en lo único que importaba: ganarle a Oliver.
Lo veía adelante, riéndose, con sus hombros moviéndose como si aquello fuera pan comido. La rabia me dio impulso. Salté más fuerte, más rápido, y a cinco metros de la meta, lo alcancé.
—¡Esto no se queda así! —le dije, entre jadeos.
—¿Tú? ¿Superarme a mí? Ni en sueños.
Di un último salto desesperado… y caí. No hacia adelante, no. Encima de él.
Rodamos juntos hasta chocar contra el suelo, justo antes de la línea de meta. El público aplaudió, algunos silbaron, y yo quería que me tragara la tierra.
Oliver, debajo de mí, soltó una carcajada.
—¿Ves? Al final terminaste cayendo… sobre mí.
Me levanté como un resorte, roja como tomate.
—¡Eres insoportable!
—Y tú eres ligera, ¿lo sabías? —añadió con un guiño que me dieron ganas de borrarle de la cara.
Olivia lloraba de risa desde las gradas. Yo hice como que me sacudía el polvo inexistente y juré que jamás volvería a participar en algo así.
Spoiler: estaba equivocada.
Karaoke de parejas
Si la carrera de sacos fue humillante, el karaoke de parejas fue directamente un castigo divino.
—¡Siguiente pareja: Brooke y… Oliver! —anunció la animadora con entusiasmo.
—No. No, no, no —dije enseguida.
—Sí, sí, sí —replicó Olivia, empujándome hacia el escenario.
—Esto debe ser un error, yo no…
Pero ahí estaba Oliver, ofreciéndome el micrófono como si fuera un ramo de rosas envenenadas.
—¿Lista para hacer historia, Socia?
—Prefiero hacer un funeral.
El público aplaudía, la pantalla proyectaba la letra de la canción: un clásico romántico que todo el mundo conocía. Perfecto. Porque nada grita “diversión” como cantar una balada melosa con tu archienemigo delante de cien desconocidos.
La música empezó. Oliver, por supuesto, no solo cantaba bien, cantaba malditamente bien. Tenía esa voz grave que encajaba demasiado con el tema. Y yo, en cambio, sonaba como una gallina nerviosa.
—Vamos, Brooke, no me dejes cantando solo —dijo entre verso y verso, con esa sonrisa burlona.
Lo fulminé con la mirada y canté mi parte, desafinando con dignidad. El público se reía, aplaudía, algunos incluso grababan con el móvil.
En el estribillo, Oliver se acercó más, como si estuviéramos protagonizando una escena romántica. Me tomó la mano para levantarla en el aire.
—¡Suéltame! —susurré entre dientes, todavía cantando.
—Estás disfrutando, admítelo.
—Estoy planeando tu asesinato, admítelo tú.
El público enloqueció en el final, y aunque yo quería huir, una parte de mí no pudo evitar reconocer que, maldita sea, sí había sido divertido.
Pensé que ya habíamos terminado. Ilusa de mí.
—¡Y ahora… el concurso de baile! —anunció la animadora.
—Ni muerta —protesté.
Pero el destino ya había decidido reírse de mí ese día: la tómbola electrónica que emparejaba a los participantes marcó otra vez: Brooke y Oliver.
—Esto ya es acoso —le dije a la animadora.
—¡Es el destino! —respondió ella, feliz.
Oliver extendió su mano con fingida caballerosidad.
—¿Me concede esta pieza, princesa gruñona?
Lo miré como si me hubiera pedido que lo lanzara al océano.
—Solo porque no quiero que digan que soy mala perdedora.
La música arrancó: salsa. ¡Salsa! Yo apenas podía bailar reguetón con dignidad, y ahora tenía que moverme como Shakira frente al demonio encarnado.
Oliver, por supuesto, lo hacía perfecto. Guiaba, giraba, movía las caderas con una seguridad que irritaba.
—Relájate, Brooke, solo sígueme.
—Relajarme contigo es imposible.
—Pues intenta no pisarme.
A los treinta segundos, ya lo había pisado tres veces. Él solo reía, y esa risa me ponía de peor humor. Y también… me hacía reír un poquito por dentro.
—Eres pésima —se burló.
—Y tú eres demasiado bueno, seguro practicas frente al espejo.
—No necesito espejo, me basta con tu cara roja de frustración.