🌬️🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊🌊El secreto de Oliver
Me costó dormirme después del incidente en la cubierta.
Cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver su rostro: Oliver, empapado, respirando con fuerza después de sacarme del agua, con la mandíbula apretada como si acabara de salvarme a la fuerza y no porque quisiera. Esa mezcla de enojo y… algo más. Algo que prefería no nombrar.
Me repetí mil veces que no significaba nada, que solo fue un accidente y que, por instinto, cualquiera me habría sacado. Pero la verdad es que no todos me habrían mirado con esa intensidad, como si estuviera furioso conmigo por haber estado en peligro.
—Ridículo —me susurré frente al espejo, intentando domar mi cabello húmedo antes de salir al pasillo.
La noche estaba calmada. La mayoría de los demás estaban en sus camarotes, agotados después de la fiesta. El crucero parecía otro mundo: los pasillos iluminados tenuemente, el rumor del mar filtrándose entre las paredes, el vaivén leve que me recordaba que estábamos en medio de la nada.
No sé por qué terminé caminando hacia la cubierta superior otra vez. Quizás porque necesitaba aire. O quizás porque algo dentro de mí quería comprobar si él estaba allí.
Y lo estaba.
Oliver, sentado en una tumbona, con una cerveza a medio terminar en la mano, mirando el horizonte como si pudiera arrancarle un secreto al mar.
—Vaya —dije, intentando sonar indiferente—. ¿Quién diría que el ogro también necesita aire fresco?
Me miró de reojo, sin sorprenderse.
—Y quién diría que la torpe sobrevivió sin que le pusieran flotadores.
Sonreí con ironía, pero me acerqué de todos modos. Algo en su postura me pareció distinto: menos rígido, menos arrogante. Como si se hubiera quitado una armadura invisible por un instante.
—No me diste las gracias —soltó de repente, con la voz grave.
—¿Gracias? —arqueé una ceja—. ¿Por arrastrarme como si fuera un saco de papas y gritarme en frente de todos?
—Por salvarte —replicó sin mirarme, bebiendo otro sorbo—. Aunque lo disfraces con sarcasmo, sé que estabas asustada.
Me tensé.
Odiaba que tuviera razón.
—Tal vez un poco… —admití en voz baja, casi a regañadientes.
Y ahí pasó algo que no esperaba: Oliver sonrió, pero no esa sonrisa arrogante que solía usar para provocarme. Era otra, más pequeña, más sincera.
Me senté a su lado, aunque mi cerebro gritaba que era una pésima idea.
—¿Siempre eres así? —pregunté, ladeando la cabeza—. ¿Tan… insufrible, pero al mismo tiempo dispuesto a lanzarte al agua por alguien que, supuestamente, odias?
Me miró finalmente. Sus ojos brillaban bajo la luz tenue del barco, y me sorprendió descubrir que no estaban llenos de burla, sino de… cansancio.
—No todo el mundo merece saber quién soy en realidad, Brooke.
La frase me golpeó.
—Eso sonó dramático —intenté bromear, pero su silencio me dejó helada.
Pasaron unos segundos antes de que hablara de nuevo.
—Mis padres siempre me vieron como el desastre de la familia. El que se mete en problemas, el que arruina todo. Olivia… ella es perfecta, ya lo sabes. Y yo… bueno, yo soy el hermano del que se esperan metidas de pata.
Lo escuché con atención. Nunca lo había oído hablar así, sin sarcasmo, sin máscaras.
—No eres un desastre —dije antes de pensarlo demasiado—. Bueno, a veces sí… pero no en todo.
Él soltó una carcajada leve, amarga.
—No tienes que endulzarlo. Siempre he sido el tipo que no cumple expectativas. El que intenta hacerse el fuerte porque, si no, todo se le derrumba.
De pronto entendí por qué siempre atacaba primero, por qué necesitaba mantenerme a raya con sus comentarios crueles: era su mecanismo de defensa.
Y eso me confundió, porque lo hacía ver… humano.
—Entonces, ¿por qué salvaste a la “torpe”? —quise saber, buscándole la mirada.
Me sostuvo la vista un momento, y por primera vez no me sentí en una batalla, sino atrapada en un silencio incómodo, lleno de significados que ninguno se atrevía a nombrar.
—Porque, aunque me vuelvas loco, no soporto la idea de perderte —dijo al fin, casi en un murmullo.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—Oliver…
—Olvida lo que dije —interrumpió rápido, apartando la mirada—. Era la cerveza.
Quise reír, pero no pude. No después de ver cómo se tensaba, como si tuviera miedo de haberse expuesto demasiado.
Me quedé observando sus manos: fuertes, seguras, pero con pequeños temblores cuando dejó la lata en la mesa.
Oliver, el chico que siempre parecía tener la última palabra, estaba nervioso.
—¿Sabes qué? —murmuré, levantándome—. Tal vez no seas tan insoportable como creía.
Él me lanzó una mirada incrédula.
—Eso suena casi a cumplido.
—No te acostumbres. —Me di la vuelta, pero mi corazón latía demasiado rápido.
Cuando me alejé, sentí que algo había cambiado.
No sé si fue en él, en mí o en ese espacio invisible entre los dos.
Lo único que sabía era que el odio empezaba a resquebrajarse, y en su lugar quedaba una pregunta peligrosa:
¿Y si todo este tiempo no era odio lo que sentía por Olivier?
La idea me taladraba la mente, como una gota cayendo una y otra vez sobre la misma piedra. Imposible de ignorar. Imposible de aceptar también.
No.
Tenía que estar confundida. Seguramente era el cansancio, la tensión de los últimos días, el recuerdo pegajoso de que me había salvado de ahogarme. Eso hacía que mi cerebro inventara cosas raras, sentimientos que no existían.
Me repetí todo eso mientras regresaba a mi camarote, pero al cerrar la puerta y apoyarme contra ella, el eco de sus palabras volvió a mí:
"Porque, aunque me vuelvas loco, no soporto la idea de perderte."
No podía ser tan fácil. Oliver no era un héroe romántico de novela. Era irritante, sarcástico, insoportable. Y aun así… ¿por qué sus confesiones, dichas casi a regañadientes, me habían hecho sentir tan vulnerable?