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Náufragos modernos
La primera imagen que tuve de la isla fue un montón de palmeras agitándose como si nos saludaran con burla. Arena blanca, un mar turquesa brillante después de la tormenta, y un silencio tan engañosamente pacífico que casi olvidé que veníamos de una noche que pudo habernos mandado al fondo del océano.
—Bienvenidos a la civilización perdida —murmuré, bajando del bote de emergencia que nos había trasladado hasta la playa.
La arena se hundió bajo mis zapatillas de deporte, lo cual no ayudó nada a mi dignidad. Trastabillé, batí los brazos como un molino descompuesto y… sí, caí de rodillas en la orilla.
—Y así nacen los nuevos Robinson Crusoe —escuché la voz de Oliver detrás de mí. El tono satisfecho, casi musical, era suficiente para despertar mis ganas de lanzarle una piña en la cara.
—¿Sabes qué, Oliver? —me levanté sacudiendo la arena de mis pantalones cortos—. Algún día tu boca sarcástica te va a costar caro.
—¿Y vas a ser tú la que cobre la deuda? —replicó con esa sonrisa torcida que parecía tatuada en su rostro.
Lo fulminé con la mirada. Lamentablemente, estaba demasiado guapo con la camisa pegada al cuerpo, mojada por la humedad, como para que mi cerebro me dejara odiarlo en paz.
Olivia, que ya había bajado también, puso los ojos en blanco.
—¿Pueden, por favor, no empezar a matarse antes de que construyamos un refugio?
Refugio. Esa palabra me devolvió a la realidad.
Sí, la isla era hermosa, pero no había hoteles, ni wifi, ni aire acondicionado, ni comida lista en un buffet. Éramos un grupo de solteros (y un par de organizadores medio histéricos) varados en medio de la nada.
Ashley soltó un chillido agudo al ver un cangrejo que correteaba cerca. Eva la tranquilizó con un “tranquila, no te va a comer”, mientras Diego y Daniel discutían sobre quién debía tomar el mando de la situación.
—¡Yo tengo experiencia en campamentos! —presumió Diego, inflando el pecho.
—Sí, campamentos en tu patio trasero, no en una isla desierta —lo pinchó Daniel.
Suspiré. Genial. No llevábamos ni diez minutos en tierra firme y ya estábamos al borde de una guerra civil.
—Necesitamos organizarnos —intervino Olivia, siempre la cuerda—. Propongo que busquemos materiales para improvisar un refugio.
Noah levantó la mano como si estuviéramos en la escuela.
—Yo puedo buscar ramas y hojas. ¿Quién se apunta?
—Yo voy contigo —dije, antes de que Oliver se ofreciera y termináramos arruinando la expedición.
Pero, claro, el destino tenía sentido del humor.
—Yo también voy —dijo Oliver, como si el universo no pudiera resistirse a hacerme sufrir.
Avanzamos entre la vegetación densa. La isla olía a humedad, a tierra mojada, y cada sonido me hacía imaginar criaturas exóticas listas para saltarme encima.
—No pongas esa cara —comentó Oliver, apartando unas ramas para abrir camino—. Todavía no hemos visto ni un solo tigre.
—No me preocupa un tigre, me preocupa que me dé dengue.
—Tu optimismo es contagioso, Brooke.
Apreté los dientes.
—No sé cómo Olivia puede aguantarte siendo tu hermana.
—La diferencia es que ella me quiere. Tú, en cambio… —me lanzó una mirada fugaz, con una chispa que no supe interpretar—. Bueno, tú ya sabemos.
Tragué saliva y fingí examinar un arbusto.
—Exacto. Yo te tolero lo justo para no asesinarte.
Nos detuvimos en un claro donde había caído un árbol enorme. Sus ramas secas eran perfectas para nuestro “refugio”. Noah, con su buena onda eterna, empezó a reunir trozos sin quejarse. Yo lo ayudé, aunque terminé tropezando con una raíz y cayendo otra vez de bruces.
—¿Otra vez? —Oliver se acercó, inclinándose sobre mí con una sonrisa que lo hacía ver demasiado satisfecho—. Creo que la isla te odia.
—No, la isla no. Tú.
—Ay, Brooke, si quisiera verte en el suelo te empujaría yo mismo —contestó, extendiéndome la mano para levantarme.
La acepté de mala gana, porque mi orgullo ya estaba bastante maltratado.
De vuelta en la playa, el resto había avanzado poco. Diego y Daniel discutían sobre la “estructura más lógica”, mientras Eva y Ashley hacían torres de conchas decorativas como si estuvieran en un concurso de arte playero.
—¿Esto es un refugio o un festival de artesanías? —pregunté, tirando las ramas al suelo.
—Tienes razón, necesitamos manos trabajando —Olivia tomó el control—. Brooke, Noah, ayuden con la base. Oliver, ve por hojas grandes para cubrir el techo.
—¿Por qué yo? —protestó él.
—Porque eres alto y no te da miedo trepar árboles. —Olivia lo miró como solo una hermana sabe mirar, y Oliver se calló.
El proceso fue… caótico, por decirlo de forma elegante. La primera “pared” se cayó encima de Noah, el techo se hundió antes de terminar y, en un momento crítico, Ashley gritó porque confundió una rama con una serpiente (spoiler: era una rama).
Yo me encargué de ir narrando el desastre como si fuera un reality show:
—Bienvenidos a Náufragos modernos, donde un grupo de incompetentes intenta no morir aplastado por su propio refugio.
—¿Quieres ayudar o prefieres seguir dando comentarios? —bufó Oliver, sosteniendo una rama sobre su hombro.
—Yo estoy ayudando. El humor es esencial para sobrevivir.
—Claro, morirás de risa antes que de hambre.
Olivia interrumpió antes de que la pelea escalara.
—¡Ya basta! Tenemos que pasar la noche aquí, ¿recuerdan?
Finalmente, tras horas de esfuerzo y discusiones, logramos algo que, con mucha imaginación, podía considerarse un refugio. Básicamente, una cabaña torcida de ramas, cubierta de hojas que se volaban con cada ráfaga de viento.
—Es… horrible —dije con sinceridad.
—Es funcional —corrigió Olivia, con las manos en la cintura.
—Es un chiste —añadió Oliver.
—Pues ríete bajo el techo si empieza a llover —replicó Olivia.
Al caer la tarde, encendimos una fogata improvisada. Nos sentamos en círculo alrededor de las llamas, como una caricatura de tribu moderna. Noah tocaba una melodía con un palo hueco, Ashley seguía gritando cada vez que veía un insecto, y yo intentaba ignorar que Oliver estaba sentado demasiado cerca de mí.