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Capítulo: Rescate y regreso
El humo.
Jamás pensé que me emocionaría tanto ver una columna gris y fea subiendo hacia el cielo. Era como una señal de esperanza, como si la isla finalmente hubiera decidido soltarnos de sus garras. Habíamos mantenido el fuego encendido durante horas, turnándonos para que no se apagara. Y cuando ya casi pensaba que era inútil, que nadie nos vería, sucedió.
—¡Un barco! —gritó Noah, señalando con tanta fuerza que casi se le sale el brazo.
Todos corrimos hacia la orilla, descalzos, torpes, ansiosos. Y sí, allí estaba. Un barco pesquero, pequeño pero glorioso, moviéndose a lo lejos. El corazón me dio un vuelco tan fuerte que casi se me sale por la boca.
—¡Hagan señales! —gritó Olivia, agitando los brazos.
—¡Más humo, más humo! —añadió Daniel, echando hojas verdes al fuego como un loco.
Yo también saltaba y gritaba, incapaz de contener la emoción. Después de días de incertidumbre, mosquitos, cocos y discusiones con Oliver, por fin alguien nos había visto.
Y entonces, el barco viró en nuestra dirección.
La locura del rescate
El grupo entero estalló en gritos de alegría. Eva se abrazaba con Ashley; Noah se lanzó al agua para nadar hasta el barco, aunque Oliver tuvo que detenerlo antes de que hiciera una estupidez mayor.
—Van a acercarse —dijo Oliver con voz firme—. Esperemos aquí.
Era ridículo, pero en medio de la euforia, me quedé mirándolo. Había algo en su postura, en la calma con que observaba el barco aproximarse, que me dio seguridad. Como si hasta ese último momento, mientras todo era caos y emoción, él siguiera siendo el punto de equilibrio.
Claro, después recordé que era Oliver, y se me pasó.
Cuando por fin la embarcación llegó hasta la orilla, un par de pescadores bajaron a ayudarnos. Había lágrimas, gritos, risas. Olivia me abrazó tan fuerte que casi me dejó sin aire.
—¡Estamos salvadas! —dijo entre sollozos.
—Sí —contesté, sonriendo—. ¡Por fin!
Los pescadores nos ofrecieron agua y mantas, y nos ayudaron a subir al bote. Yo me sentía como protagonista de un reality show de supervivencia, solo que sin cámaras (espero) y con más ampollas en los pies.
Al sentarme en la cubierta, miré hacia atrás. La isla se hacía más pequeña a medida que nos alejábamos. Una parte de mí sintió alivio… pero otra parte, muy pequeña y molesta, sintió nostalgia.
Porque esa isla había sido un desastre, sí, pero también había sido el lugar donde Oliver y yo…
No. Mejor no pensar en eso.
El regreso
El barco nos llevó hasta un puerto cercano, donde la guardia costera ya había sido avisada. En cuestión de horas, estábamos rodeados de personas con uniformes, médicos, periodistas y curiosos. Parecía una película: flashes de cámaras, preguntas, micrófonos metiéndose en la cara.
—¿Cómo sobrevivieron? —preguntó una reportera.
—¿Es cierto que comieron insectos? —añadió otro.
—¿Hubo peleas entre ustedes? ¿Romances?
Casi me atraganto cuando escuché esa última. Romances. Si tan solo supieran.
Olivia me jaló del brazo para escapar del enjambre de curiosos, y yo lo agradecí. Quería una ducha, una cama y dormir tres días seguidos, no ser parte de un circo mediático.
Cuando por fin nos llevaron a un hotel para recuperarnos, me metí bajo el agua caliente de la regadera y sentí que volvía a ser humana. Adiós a la arena incrustada, a la sal pegajosa, a los cabellos enredados. Era como resucitar.
Pero incluso mientras el agua corría, mi mente regresaba a la isla. A las peleas con Oliver, a las bromas, a las miradas, al beso… ese maldito beso que aún podía sentir en mis labios.
Y fue ahí, en medio de la ducha, que la realidad me golpeó: ya no estábamos atrapados juntos. Ya no había isla que nos empujara a convivir. Éramos libres, y con la libertad también venía la distancia.
Quizás lo que había pasado allá quedaría varado en esa playa, enterrado bajo la arena como cualquier concha olvidada.
El reencuentro incómodo
Más tarde, nos reunimos todos en el comedor del hotel. Todos lucían transformados después de una ducha y ropa limpia. Ashley llevaba un vestido llamativo que parecía gritar “olviden que estuve descalza y despeinada hace unas horas”.
Yo intentaba concentrarme en mi plato de pasta, pero no podía evitarlo: cada vez que levantaba la mirada, mis ojos encontraban a Oliver. Y lo peor es que él parecía notarlo.
—Te ves… diferente —dijo de repente, cuando se acercó con su bandeja.
—Es lo que pasa cuando una persona se baña —respondí, intentando sonar sarcástica, aunque mi voz salió más suave de lo esperado.
Él sonrió de lado.
—No me refería a eso.
—Pues deberías. —Clavé el tenedor en la pasta, evitando mirarlo.
El silencio entre nosotros fue extraño. Ni cómodo, ni incómodo del todo. Solo… raro. Como si las palabras se hubieran quedado atrapadas en la isla y ahora ya no supiéramos qué decir.
—¿Crees que alguien nos crea lo de las señales de humo? —preguntó al fin, rompiendo el momento.
—No lo sé. Seguro terminan diciendo que fue un milagro.
—O un accidente absurdo, como todo lo que nos pasó.
—Eso sí. —Sonreí sin querer, recordando las competencias tontas, las caídas, las discusiones sin sentido.
Y en ese instante, casi lo olvidé todo. Casi olvidé que estábamos de regreso al mundo real, donde no éramos dos náufragos tratando de sobrevivir, sino Brooke y Oliver, rivales de toda la vida.
Reflexiones nocturnas
Esa noche, acostada en la cama mullida del hotel, no pude dormir. El colchón era demasiado cómodo, las sábanas demasiado suaves. Echaba de menos la incomodidad de la arena, el sonido de las olas, la risa de Olivia, incluso los ronquidos de Noah.
Y, sobre todo, echaba de menos discutir con Oliver bajo las estrellas.
Me giré en la cama, frustrada. ¿Cómo era posible que lo extrañara? ¿Cómo era posible que una parte de mí quisiera regresar a esa isla solo para tenerlo cerca?