Algunas semanas después.
Mi cuerpo se desperezó con un aliento cálido en mi espalda. El calor de su piel convertía marzo en agosto. ¡Cómo me gustaba aquello! Mi cabeza delicadamente apoyada en su antebrazo. Su respiración inspiraba el ritmo con el que su mano mecía mi cuerpo, reclamando atención. Su piel buscaba un roce más profundo con el mío, algo más sensual. Mis sueños no eran para mojigatas o angelitos. Mi libido escapaba de mi castrada vida como el niño que se esconde en el desván para comer chocolate a escondidas. ¡A la mierda el chocolate! Yo con mi medio orgasmo psicológico tenía bastante. Me dejaba llevar al limbo del deseo, obcecada en hallar paz a través del cuerpo; el mío, el de otro o el de mi mente calenturienta.
Había aprendido a disfrutar de los sueños con las limitaciones habituales. Deseaba poner un rostro al hombre que me había enseñado a gozar pero era imposible. Mi cuerpo sabía que al abrirlos lo mejor que encontraría sería un pozo negro de desconcierto y oscuridad así que, por el bien de mi ausencia de cordura, había aprendido a dejarlos cerrados. Mi imaginación obraba mucho mejor que las sosas prácticas sentimentales que había tenido últimamente.
El tacto de su cuerpo suave y firme. Las marcas en su piel, cicatrices propias de un gladiador romano. Su olor limpio y varonil me volvía loca; más que embriagador, más allá de la sensualidad, mejor que un elixir perfecto para disfrutar. Como si hubiera sido concebido solo para mí. De su boca solo escapaban gemidos, gruñidos que me excitaban en silencio encendiendo hogueras en el hielo. En mi estómago el vacio cotidiano por la ausencia de su voz y de su rostro. Una mala jugada de mi mente traicionera que me da en la misma proporción en que me priva. Castigadora.
Durante los últimos meses había despertado con este sueño en incontables ocasiones. Por primera vez en mi vida deseaba ir a dormir, si era capaz de construir algo tan enérgico dormida, mejor no estar despierta ni un minuto. Solo tenía que dejar de pensar y dejarme llevar, algo muy sencillo entre sus brazos.
Por debajo de la camiseta deslizaba su mano ascendiendo hacia mis pechos, apretando, pellizcando y masajeando allá por donde pasaba. La palma de su mano trasmitía una cálida emoción que adoraba. Con su abrazo atraía mi espalda a su pecho, su erección matutina presionaba la parte baja de mi espalda. Mi mente reproducía a la perfección cada movimiento y la anticipación me mataba. Su aliento ya no rozaba mi espalda sino que penetraba en mi oído y convertía el ritmo de su respiración en un impulso sexual y eléctrico, para acabar arañando con sus dientes uno de mis múltiples epicentros del placer; la piel justo delante de mi oído. No hay nada como soñar para diseñar tu propio erotismo. Las emociones provocaban la contracción de mis músculos desde el rostro hasta los dedos de los pies.
Sin verlo, sin detenerme en su rostro. Sus caricias siempre desde mi espalda, desconocidas y eróticas. Suspiros y quejidos que se derraman siempre en una espiral hambrienta. Un encuentro sexual imaginario. Mi propia mente me estaba destrozando para el sexo con cualquier aspirante a hombre, ninguno me obsesionaría más que este, imposible. Mis hormonas solo reaccionaban al estímulo de mi mente ignorando a las feromonas de cualquier hombre alrededor. Solo deseaba exactamente esto. Fatídico y loco. Rotundamente loco.
Sus piernas se enlazaban con las mías, tibias y fuertes. Con sus dedos junto a mi rostro y, valiente por la falta de inhibición de la imaginación, fui besando sensualmente cada uno de ellos. Muerta de deseo por lamerlo, chuparlo… la perversión con un desconocido puede ser excitante. También puede ser aparente.
Comenzando por su meñique, lo llevé dentro de mi boca, sin rozarlo con los labios o la lengua, tan solo dejándole sentir mi aliento. Después el dedo anular, exactamente igual. Más tarde el dedo medio, también llamado corazón, el más largo de todos ellos. Un sabroso juego para ambos. Dejé que la yema de su dedo se encendiera con el fuego que escapa de mis pulmones, para después cerrar los dientes sobre él y deslizarlos a lo largo de toda su longitud en una aguda muestra de la pasión que estaba por desatar. En mi espalda, su pecho ha dejado de moverse y me sentía poderosa, una diosa capaz de contener el aliento del hombre perfecto. Algo vanidosa también. ¿Por qué no reconocerlo? ¿Por qué no disfrutar?
Al liberar su dedo me llevé conmigo toda su contención. En un segundo estaba encima de mí cubriendo mi boca con la suya y obrando su poderosa magia. Sus besos siempre tuvieron sabor a hombre, al gozo más sexual que una mujer puede imaginar porque… los sueños, sueños son.
Lo devoré y me devoraba, su lengua era una gruesa serpiente en mi boca. Me envolvía, se retorcía, me acariciaba y me prometía tantas cosas. En movimientos expertos, libres de cualquier indecisión, timidez o precaución, se colocó entre mis piernas abriéndolas con sus rodillas sin delicadeza alguna. No necesitaba reparos, le necesitaba a él. Sus minutos, sus segundos. Su piel entre mis dedos para apretar sus músculos y gritarle al cielo que ardía, que me quemaba. Empujé mis caderas hacia arriba sabiendo que sus promesas de hundirse en mi estaban ahí cada noche. Pero siempre quedaba en eso, en una promesa. Ni en sueños conseguía apagar los fuegos que me quemaban. Ni en sueños conseguía librarme del calor. Ni en sueños podía tener sexo en condiciones. De nuevo, encuentros juveniles mal apagados con un maravilloso hombre sin rostro que en los últimos meses había puesto el listón demasiado alto para cualquier ser terrenal. Sin detenerme demasiado en la frustración que vendría después, me dejaba hacer en un ritual de sensualidad con mi ángel caído, del que no me quería salvar.
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Editado: 11.11.2018