Madammes: Guardianes de Donna Hadhaka

7. Esa lengua torpe

1 de junio de 2014

—Claro que si, Señora Leandra. No se preocupe por eso. A cualquier chica de 18 años aficionada a la lectura le encantará leer cualquier cosa de Cassandra Clare.

Incluso la biografía, sonreí en mi interior.

—Yo creo que le gustará pero ¿y si no lo hace? —respiré en busca de paciencia.

—Pues volveremos a vernos por aquí y haremos un nuevo intento con ella. Sin problema.

—Gracias, joven, me has ayudado mucho. No te olvides de buscarme esos libros que te comenté —me susurra bajito.

—No se preocupe que en cuanto los reciba le llamaré a su casa para que venga a recogerlos.

Con estas últimas indicaciones, la Señora Leandra se marchó y yo no pude menos que sonreír al imaginarla leyendo un Bestseller erótico. ¡Pobre esposo!

—Sofía, ¿voy cerrando?

—Sí, niña, baja las persianas y ¿podrías hacerme un favor? ¿Podrías llevarte esto al contenedor azul cuando te marches?

—Claro, ¿algo más?

—No, solo eso, descansa. Hoy ha sido una tarde complicada para el primer día tras las vacaciones. Me alegra tenerte de vuelta.

—Gracias, Sofía —sonreí.

—Por cierto, niña, lo había olvidado. El otro día recibí un correo electrónico preguntando por la aquella reliquia sobre la que realizaste la investigación para aquella asignatura de clase.

—¿Te refieres a La Papelenne?

—Sí, justo esa. Ten, llévate también esta caja vacía —se dirigió hacia mí para acercarme el cartón.

—¿Y qué te preguntaron exactamente?

Lograr parecer desinteresada cuando te carcome la curiosidad y la alerta a partes iguales... tiene su mérito.

—Solicitaban información sobre el objeto. Decía que una librería de Cantabria le había derivado hasta aquí. Querían localizarla, nunca cuestionó si existía o no. —Pude darme cuenta por el rabillo del ojo de que me miraba con interés—. Lástima que se extraviara aquel diario antiguo que recibimos desde Londres, ¿no crees?

—Una verdadera lástima —afirmé—. Me llevo esto, Sofía. ¡Te veo mañana! —grité mientras cerraba con llave la puerta delantera tras salir.

No es necesario aclarar que aquel diario no desapareció por casualidad sino que obraba en mi poder porque lo había identificado como la única muestra fehaciente de que el documento que me permitía comunicarme con mi madre, databa de dos siglos anteriores al inicio del calendario cristiano.

El bulto de cartones para el contenedor era realmente pesado. La puntillita para una tarde terrible. ¿Cómo podía haber estado Sofía sola en la tienda todo un mes? Esa mujer era sobrehumana ¡por todos los demonios! Era yo, que tenía mis peculiaridades, y estaba agotada, ¿cómo lo aguantaba? Cargada y sin ver donde ponía el pie tardé medio siglo en llegar hasta el contenedor. Los cincuenta años restantes, en meterlo todo por la ranurita.

Una vez allí escuché voces altas, parecía que alguien estaba discutiendo a la vuelta de la esquina. La intensidad de la música inundaba el ambiente para después apagarse. No fue difícil imaginar que se trataba de la puerta del Pub El Lobito abriéndose y cerrándose. Posiblemente Toño estaba discutiendo con algún impresentable. Me asomé cautelosa y al comprobar que no había nadie fuera me despreocupé. Pasé por delante de la puerta lamentando no haberme podido escapar a por un regalito en forma de Capuchino durante la tarde. Había pasado un mes sin el toquecito de cacao de Toño y sus galletitas extra. Ahora que lo pensaba, lo raro era que no se hubiera escapado a la Biblio para ver qué queríamos tomar Sofía y yo, eso era lo habitual. Aunque yo no estuviera, ella era fiel a su capricho extra de espuma y cacao.

Distraída rebuscando en mi bolso me vi en el suelo antes de decir guau. El golpe seco me placó desde la izquierda e hizo retorcerse todos los huesos de mi cuerpo. Mis oídos retumbaron al estamparse mi cabeza contra el coche aparcado en la acera. ¿Qué demonios había pasado? ¿Cómo podía molestar tanto un golpe solo porque no lo ves venir? Me revolví con mi coraje característico para dar con alguien encima de mí que se retorcía intentando levantarse y en su intento, pateaba de nuevo mis piernas.

—¡¿Pero qué demonios?!

Lancé mi codo hacia atrás para deshacerme definitivamente de mi inoportuno cubrecama e impacté en su cara de forma dolorosa, seguro. Más para él que para mí. De algo deberían valer las horas de entrenamiento.

El joven ladró una cantidad ininteligible de insultos y palabras malsonantes mientras se marchaba corriendo junto con otro joven rubio, que lo increpaba pidiéndole que se diera prisa. Ninguno de los dos tenía más de 15 años, pero hacían unos placajes espectaculares. Me habían dejado literalmente despatarrada en el suelo y bastante contrita. Apoyé mis manos en la acera y me incorporé viéndolos correr. Mierda de suerte, Dani, todo lo que te pueda pasar a ti te pasará. Malo, claro está, pensé. Me miré las piernas y las vi enteritas lo que demostraba que mi bonito vestido blanco, además de mutar a color gris asfalto, no estaba en su lugar. Y claro, todo lo que va mal... ¿Por qué no se callaría Murphy? Entre la furia y mi posición poco decorosa en el suelo no me di cuenta de que alguien más había salido del bar e intentaba ayudarme.




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