Madammes: Guardianes de Donna Hadhaka

9. Fuera de control

—¿Dónde demonios estabas?

—Eso no importa. Ponme al día.

—No tendría que hacerlo si no…

—¡Qué me pongas al día!

—Han desaparecido dos sacerdotisas en las últimas doce horas. La última hace una hora y media en Valencia. Estaba dando una charla ante un centenar de personas, dijo encontrarse mal y se ausentó al baño. No han vuelto a saber de ella.

—Despliega a todos los Guardianes, vamos a recuperar la figura de las cointras, las enviaremos a ocultar a las sacerdotisas hasta que encontremos la razón de sus desapariciones.

—¿Cointras? ¿seguro? Su figura es un mito, nadie sabe si existen o no.

—Ese es justo su trabajo y lo que acabas de decir demuestra que lo hacen bien. Hasta yo había olvidado que existían. Donna las reubicará y tú asignarás un Guardián a cada una. Quiero que los visages[1] analicen todo su entorno y aprovechen sus aptitudes para decirnos qué han hecho las últimas semanas y qué pretendían hacer las próximas.

—¿Crees que han podido desaparecer por propia voluntad?

—No creo nada, solo descarto opciones. ¿Cuánto falta?

—Algo más de diez kilómetros. Me vas a decir cómo ha ido de una vez.

—No me has preguntado. Te has pasado el tiempo regañándome como a un niño de cuna —suspiré y tragué saliva antes de decir nada. —Va a ser difícil, muy difícil. No está lista, no sabe nada y no tengo tiempo para ponérselo fácil.

No hablé con un hermano, lo reconozco, expuse los hechos con la frialdad del líder de un ejército y no como un hombre obsesionado con una promesa.

—¿Has esperado una eternidad y ahora no vas a ser capaz de darle un poco de tiempo?

—No sabiendo que su final se acerca. ¡No quiero perderme ni un segundo más!

La impotencia me corroía como el ácido en las venas. El descontrol y la precipitación eran situaciones con las que yo no sabía lidiar pero sin embargo, alimentaban a la Bestia.

Abrí la puerta trasera del todoterreno y antes de que frenara en seco me lancé del vehículo sintiendo como cada uno de mis huesos se rompía. La piel se rasgaba y mi entorno cobraba una vida animal extravagante donde todo era comestible. Cuando el coche se detuvo el animal estaba a más de trescientos metros dentro del bosque. Buscando sangre inocente con la que saciar su sed, terreno en el que correr y quemar su adrenalina, viento al que gritar su impotencia… que también era la mía. Antes de mi primer ataque un rugido salvaje arañó mi pecho y lo siguiente que escuché fue la voz de mi hermano…

—¿Dónde coño se ha metido? ¡Encontradlo! ¡Lo quiero de vuelta ya! ¡Activa el puto sonar, Lucía! ¿Qué mierda hacéis? Seguidle y derribadlo cómo sea. ¡Dispárale, mierda! ¡Derribadlo!

Daba igual que bramara órdenes o activara ese sonido infernal que hacía huir a todos los grandes mamíferos de la zona. Ninguna de sus armas de fuego haría blanco en la piel del animal antes de que desapareciera en los recónditos paisajes del parque natural. Ella daría a caza a su capricho pese a cualquier esfuerzo, pero agradecía su intención. Mi hermano de sangre, James, sabía que tras aquella explosión de descontrol, la culpa me atenazaría durante semanas por la sangre tomada por el animal. Había aprendido a reconocer su necesidad y a tolerar el sacrificio de algunos animales. Al menos durante la última década ningún humano había llenado su estómago. Ni el mío. Solo tenía una hora, como mucho dos, antes de que el gilipollas diera con nosotros. Mientras tanto, ambos quemaríamos la rabia que dinamitaba nuestro juicio al precio que fuera necesario.

No dejaba de ser curioso cómo podemos estar toda una vida esperando un determinado momento y sin embargo, año tras año, nada tiene lugar. Pero de pronto, todo ocurre sin más y aunque lo creas nada te ha preparado para el desenlace. Cuando el suelo se mueve da igual las veces que reconstruyas tu castillo de naipes, siempre volverá a caer.

 

[1] Seres que todo lo ven es la traducción literal de este término, pero en realidad solo ven pasado y futuro de determinados objetos.

 

 




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