Madammes: Guardianes de Donna Hadhaka

18. YA NO HAY VUELTA ATRÁS

Me desperté con la sensación de un intenso calor sobre mis ojos y el recuerdo de los pulmones quemándose por la falta de oxígeno. Un grito insostenible se escapó de mi pecho catapultándome hacia delante. Abría la boca en busca de todo lo que me faltaba, de vida. Unos brazos, firmes como el acero, me sostuvieron entre espasmos y temblores. Y más gritos, tirones y lamentos. ¿De verdad tanto horror había sido posible? ¿Tanta destrucción sin motivo? La sensación de pánico solo remitió cuando una docena de manos comprimieron mi piel sumiéndome en un profundo letargo.

Desde mi limbo, placidez, sutileza y pulcritud eran los tres adjetivos que mejor definían a la joven muchacha que me acompañaba. Giré mi cuerpo reconociendo el horror entre rescoldos. Estaba de nuevo entre los rescoldos del fuego que nos atrapó en una intención mortal. Busqué en mis manos las quemaduras que habían perforado la piel del animal y por ende la mía, rocé con mis dedos allí donde las garras de Olaya perforaron el cuerpo. Nada había en mí, sin embargo, el entorno era la muestra moribunda de lo que un día amé. Tras la tragedia, la noche había caído sobre la tierra tiñéndola de ese color que todo absorbe. La tierna cobertura verde y viva había dejado paso a carbones negros, ligeros y tiernos. Culpa. Sentía culpa.

—¡Maldito seas, Álex! ¡Maldito bastando asesino! ¿Todo esto por mí? ¿Por mi reto, por mi incapacidad de sumisión? ¿¡Por un jodido polvo!? ¡Maldito lobo! ¡Maldita magia! ¡Maldita tú, Daniela Bracamontes! —grité hasta desgranarme en un ahogado lamento—. La vida del bosque arrasada por mi culpa, solo para atraparme.

—No ha sido culpa tuya. Shhh... descansa.

La inocente voz de la niña en armonía con su apariencia. Desde donde me hablaba, no la veía.

—¿A caso hay forma de negarlo? Todo está muerto. ¡Yo misma lo estoy! —le grité.

Caminé entre los restos de la barbarie añorando los cobijos desaparecidos, las madrigueras derrumbadas y los nidos arrasados. Y la peor de todas las revelaciones, el silencio que la muerte ardiente había dejado tras de sí. En mi mente solo escuchaba la sentencia del lobo negro. Sí, sí era culpa mía.

Miraba buscando nada. No había vida allí, ya no quedaba nada. Ni chillaban los grillos, ni alborotaban los pájaros las hojas de las ramas. Una desnudez oscura lo cubría todo y me sentí tan antigua como la tierra, única superviviente. Y llorar, llorar y llorar era la única acción que correspondía a mis emociones. Pese a que el nuevo sol brillaba fuerte en el cielo yo sentía frío, mucho frío.

—No puedes seguir así, Daniela.

La niña mantenía las distancias.

—Tú no sabes nada de mí, niña. Aléjate, huye. ¡Corre! Aún estás a tiempo. Mírate, mira tu vestido, aún es blanco y hermosa, tú misma lo eres. Corre antes de que el negro te asole y te quite todo cuanto amas, como ha hecho conmigo.

Elevé los brazos abarcando con ellos la muerta naturaleza a mi alrededor. Dejé mis rodillas hincarse en las cenizas hundiendo las uñas en la tinta de la muerte.

—Ellos no estás dañados, Dani...

—¿A caso no ves que todo está muerto? ¡No queda nada!

Con rabia arañé el suelo con mis uñas tomando entre mis dedos un puñado de ceniza que la brisase llevó. Lo hice una y otra vez. Una y otra vez. Sobre el mismo lugar, hasta escavar un agujero entre los negros terrones y alcanzar la tierra fértil que se escondía a casi diez centímetros de profundidad. Y seguí, seguí y seguí. Hasta que los padrastros de mis dedos sangraron y mis dedos se tiñeron de hollín. Seguí hasta que la tierra húmeda se sujetó a mi piel, y la brisa no se la llevó. Me cobijé en aquel hoyo pegando la nariz a la tierra aislando el olor de la vida. ¿Se podía llorar más? Sí, se puede.

Tiempo después, cuando el alma pareció secarse de pena llegó la rabia. La impotencia y el coraje. Con mis propias manos seguí empujando las cenizas lejos, dejando al descubierto la esperanza que la vida tenía para sí misma.

—¡Eh! —gritó una voz detrás de mí.

—¿Por qué estás tú aquí? Esta es mi pesadilla, es mi horror personal, nadie te ha invitado, Kaiden.

—Solo tú lo sabes, Princesita, tú me has traído.

—¡Déjame sola, no tengo tiempo para ti! Mira lo que he hecho. Mira alrededor y dime lo que ves...lo he destrozado todo, yo... los he matado a todos... —seguí gritándole mientras empujaba las cenizas con mis manos.

—Dime tú lo que ves, Daniela. Mira.

Le miré a él y cuando devolví la vista a mis manos las cenizas comenzaron a retirarse alejándose de mí cómo las olas cuando vuelven al mar. Suntuosas se marchaban en orden. No había más explicación para aquello que la mano de Kaiden extendida delante de él, con la palma hacia abajo y sus dedos ondeando en un deje hipnótico. Abrió un camino entre su posición y la mía. Allá donde sus pies presionaban la tierra, la ceniza retrocedía como lo debieron hacer las aguas del Mar Rojo al antojo de Moisés. Se acercó con parsimonia, extendió una de sus manos hacia mí y yo me aferré a ella como si fuera el único gesto que pudiera mantener mi mente a salvo de todas las locuras que acontecían. Ser un ser especial no te prepara para algo así.




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