Álvaro lo observó una vez más, no como el hombre que se había quitado la vida sino como el buen padre, hermano y amigo, que siempre fue.
—Adiós, Sam —murmuró, antes de que bajaran el ataúd—. Te echaré de menos.
Cuando el entierro concluyó, subió al auto y gritó, golpeando un par de veces el volante. Ojala hubiera hecho algo para evitar el suicidio de Samuel. Si no hubiera estado tan ocupado pensando en Jenny, quizá él estaría vivo. Que egoísta fue al creer que era el único que sufría.
Un golpeteó en su ventanilla lo hizo volver de sus pensamientos.
—¿Usted? —cuestionó, tras bajar el vidrio—. ¿Qué quiere?
—Necesito que hablemos, es... Es sobre Samuel.
—Miré, señor...
—Arismendi. Arturo Arismendi —se presentó nuevamente.
—Señor Arismendi —continuó Álvaro—. No es un buen momento, lo único que quiero es regresar a casa.
—Lo sé, y créame que lo entiendo, pero lo que tengo que hablar con usted es de vital importancia.
Álvaro resopló.
—Dígame, ¿de qué se trata, señor Arismendi? —cuestionó.
—Su hermano... —suspiró Arturo—. Él ocultaba algo.
Álvaro arrugó la frente.
—Había un secreto. —continuó, y trago grueso, como si le costara pronunciar las palabras—. Un secreto que lo atormentaba.
Álvaro no dijo nada, se quedó mirando a los hijos de su hermano, de tres y siete años, y se preguntó qué pudo atormentarlo tanto para que tuviera el valor de abandonarlos.
*****
Álvaro entró al departamento.
Un lugar sencillo; hogareño, nada parecido a la lujosa y triste mansión en la que vivía Samuel con su esposa.
La sala de estar estaba decorada con sillones de cuero, un televisor y una docena de fotografías.
—¿Samuel era...? —balbuceó, tomando entre sus manos una imagen en la que Arturo y su hermano se besaban.
—¿Homosexual? Sí.
¿Cómo era posible que su hermano llevara una vida oculta y él nunca lo hubiera sospechado?
—No sé qué decir.
—No se preocupe. No tiene que decir nada —suspiró Arturo y, a continuación, le pidió que lo siguiera.
Se detuvieron frente a un cuadro cuyos trazos emulaban un atardecer en la playa.
—Aquí está la respuesta al suicidio de Samuel —dijo.
¿Un cuadro? ¿Qué tenía que ver eso con la muerte de su hermano?
—Detrás —indicó Arturo.
Álvaro agarró el cuadro por los extremos y lo quitó, dejando a la vista una caja fuerte.
—Su agenda está guardada allí —confesó Arturo—. En ella escribía sus más profundos secretos.
—¿Puedes abrirla? —preguntó Álvaro.
—No, pero conozco a alguien que sí, y me tomé el atrevimiento de llamarlo —añadió.
Entonces, el timbre sonó.
*****
Emma vertió el líquido sobre el panqueque.
Era miel. Amarillenta y espesa miel.
Entonces, ¿por qué no veía eso?
Por qué ante sus ojos solo había sangre, asquerosa y maloliente sangre, como la que había visto ayer.
—Emma... —la llamó su madre—. ¿Qué tienes? ¿Estás pálida?
Su hija apartó el plato creyendo que con eso apartaría la imagen de la sangre escurriendo en su piel, pero no resultó.
Gretel volvió a llamarla.
—Necesito salir un momento —dijo Emma, levantándose, y sin esperar una respuesta de su madre, se marchó en busca de Liam.
Frente a casa de los Silver se estacionó el Mercedes, y de este bajó Antón. No era el hombre impecable que estaba acostumbrado a ver, sino una sombra, una marioneta cuyo cuerpo era dominado por el cansancio. Ni siquiera se percató de que Emma estaba allí, detenida en mitad de la acera, observándolo.
Definitivamente en esa casa había pasado algo, concluyó, mientras retomaba su camino.
Cuando estuvo en la tienda de discos, abrazó a Liam.
En aquel instante no pensó en los malos entendidos, lo único que quería era sentirse segura; protegida: amada. Y solo en sus brazos era posible.
Hundió la nariz en su suéter, impregnándose de su perfume; Liam olía a mar, al café de la mañana: a rebeldía
Él, aunque claramente no entendía lo que pasaba, acarició su cabello.
—Tengo miedo —confesó Emma, mirándolo a los ojos.
—¿Qué pasa, nena? —preguntó, tiernamente.
Emma agarró una bocanada de aire, últimamente sentía que le faltaba el aliento cada vez que hablaba de los Silver. Esa familia no solo había robado un bebé sino su preciada tranquilidad.
—Anoche fui al porche de los Silver —contestó—. Había sangre, mucha sangre saliendo de abajo de la puerta.
Liam frunció el entrecejo y, acto seguido, le dio un vistazo a la tienda, cerciorándose de que nadie los escuchara.
Cuando volvió a mirarla, preguntó:
—¿Estás segura de lo que dices?
Emma asintió.
—Escuché un disparo. Creo mataron a alguien —añadió.
—¿Matar? ... Pero ¿a quién?
—A la verdadera madre de Madelyn —respondió Emma—. Hace unos días discutí con mamá y volví a quedarme en casa de Jenny. Entonces... tuve la oportunidad de revisar su computadora, había búsquedas de cómo atender un parto, de cómo hacer una cesárea. Y ayer... de la nada, aparece con su hija recién nacida. Es obvio que secuestró a una mujer para robarle a su hija y después la mató... Cuando estuve allá también escuché voces, creo que era la madre de esa niña pidiendo ayuda. ¡Dios, Liam, no sé qué hacer, estoy desesperada! —agregó, volviéndolo a abrazar.
Liam la apartó, permitiéndose mirarla a los ojos y, seguidamente, secó sus lágrimas. Emma sonrió, el contacto de su piel con la suya, como si se tratara de un sedante, hizo que su respiración volviera a estabilizarse. Él era eso. Su paz. Un calmante para sus días difíciles.
—Tienes que tranquilizarte —musitó.
—Es que si tú hubieras visto lo que yo...
—Chist —siseó Liam—. Creo que te has tomado esto muy a pecho y estás imaginando cosas. Tal vez esa niña sí sea hija de Jenny.