Todos los domingos teníamos por costumbre ir a la iglesia.
Ni mi familia ni yo éramos de la línea religiosa, sin embargo, cada vez que planeábamos algo para ese día, en nuestro itinerario estaba ir a los encuentros dominicales, escuchar al pastor hablar sobre la palabra de Dios, cantar y compartir con los hermanos.
Por supuesto, fui la más inclinada a ese ámbito debido a las dudas que existieron en mi adolescencia y terminaban contestadas en alguna predica del Ministro.
En muchas ocasiones hablaba sobre la protección, que nunca hemos estado solos aún con lo que vivimos, de nuestra manera de surgir, enfrentar la vida, nacer en un mundo lleno de pecado y en esa ocasión, lo escuché hablar sobre el perdón. ¿Qué se suponía que significaba eso? El poder aceptar a los demás tal cual eran, evitando emitir algún juicio contra la persona que pudo lastimarnos. De cualquier forma, no podíamos exentarnos. Como seres humanos, éramos propensos a suponer antes de preguntar, a decir sin haber escuchado y a culpar, sin haber comprendido, en realidad. Nos dejábamos llevar por nuestros impulsos irracionales y no traíamos a colación que el deber estaba en no hacer el mal a quienes nos ofendían, aquellos que impregnaban la balanza hacia el otro porque no podían ver la paja de su propio ojo, teniendo que quedarnos en nuestro sitio, recibiendo el golpe certero de lo que esa persona u otras, podrían acarrear en nuestra contra, olvidando que no debíamos cobrar una venganza que nunca fue para nosotros.
Seguí escuchando hasta la llegada final del culto donde nos despedimos de manera amena de los demás, avistando a los lejos a mis hijos quienes no tardaron en ser arrullados por sus más cercanos. Tenían tanto por disfrutar y se veían tan felices...
—Oh, Carlisse, qué bueno es verte, querida. —La señora que llegó a mí, sonrió, amena, resplandeciendo una bella sonrisa en su rostro—. Y este guapo, ¿qué tal está?
—No me quejo—sonreí, devuelta—. Se acuerda de Jon, ¿verdad?—Ella palmeó mi mano, asintiendo.
—Claro que sí, es tu esposo. No soy una vieja senil aún—recalcó, riendo—. ¿Cómo están sus hijos?—indagó—. ¿Ya hay algo cocinándose por ahí?—Elevó las cejas con algo de picardía. Carraspeé, con las manos de mi esposo asentadas en mi vientre, fijándose allí, como si buscara protegerme de esa demanda, de todo lo que acarreaba escucharla hablar de ello.
—Lo único que puede cocinarse es la comida, señora Tris—murmuró, sorprendiéndome—. ¿Ya conoce a nuestros hijos? Porque sí tenemos dos que amamos con todo el corazón.
—Oh, querido, pero claro que los conozco—indicó—. Es solo que un hijo propio es una bendición de Dios. No creo que sea tan malo, Él nos llamó a procrear.
—También a darle hogar a quienes no tienen—reviró, sin que pudiese hablar—. Estamos cumpliendo su palabra.
—No si no se están multiplicando, jovencito—rió, discreta.
—No podemos multiplicarnos de la manera que usted quiere. —Lo miré, pidiéndole que no alzara la voz—. Tenemos problemas para tener hijos «propios». ¿Está contenta ahora?—Su rostro cambió de inmediato. Las miradas ya estaban sobre nosotros en ese momento. No era un secreto que nuestra opción como padres había sido solo adoptar por el momento y la verdad era que no me molestaba en lo absoluto ser madre de ellos, no obstante, aún existía el estigma porque ninguno procedía de nuestra sangre.
—Disculpen—expuso, alejándose.
La mirada del Pastor no tardó en llamar nuestra atención. Por un momento pensé en no entrar ante ese sutil llamado. Tal vez porque sería más bochornoso que el escándalo después del gran servicio efectuado, sin embargo, mis pies terminaron por acercarse a esa oficina sin intervenir en nada.
Jon seguía detrás de mí, sin dejar de sostener mi mano.
—Tomen asiento, por favor—negué, decidida a permanecer en mi lugar—. Sé que están incómodos...
—¿Incómodos?—Apreté sus dedos—. Está claro que solo era cuestión de tiempo para las preguntas, Reverendo. Es una falta de respeto para nosotros como pareja, padres y matrimonio eclesiástico, que nos miren como si fuéramos bichos raros por no poder tener hijos o por tenerlos de otra mujer.
—Lo lamento—enunció, en un intento por calmarlo—. De verdad, esto no fue intencional.
—¿Ah no?—Inspiré, guiándolo al escuchar que soltaba el aire, cansado de la situación—. ¿En qué podemos ayudarle?
—Quisiera saber cómo están ustedes como pareja—fruncí el ceño, mirando a mi esposo—. Tiene un trabajo pesado, Carlisse es madre, tal vez el estrés...
—¿Afecta mis espermatozoides?—inquirió, completando.
—¿Funcionan en la cama? ¿Está bien la relación entre ustedes? ¿Hay algo en lo que les pueda ayudar como Consejero Pastoral?—Jon tragó, en silencio.
—Nuestra relación sexual está bien, Pastor. No estamos mal, no nos puede ayudar en nada. Eso es todo.
—¿Entonces por qué no se embarazan? ¿Qué sucede?—Mordí mi mejilla, inquieta—. ¿Carlisse? ¿Están usando métodos anticonceptivos?
—¿Eso sería un pecado?—Una vez más intervino.
—¿Su esposa no puede hablar?—reviró—. No ha dicho una sola palabra desde que entramos.
—Es un tema difícil para ella, ¿no le parece si es quien ha tenido que experimentar los abortos desde que nos casamos?—El hombre no dijo nada—. Si nos disculpa, tenemos que irnos.