SIENNA
El castillo principal de la Corte Tierra se alzaba en el horizonte como una fortaleza nacida de la misma naturaleza. No era una estructura de piedra y metal, sino una obra maestra viva, donde troncos colosales servían de columnas y sus muros parecían tejidos con ramas entrelazadas, fuertes como el acero. Lianas cargadas de flores colgaban de los balcones, y las cascadas naturales que lo rodeaban hacían eco con su murmullo constante. Todo era ostentoso, pero no de una manera artificial; la naturaleza misma lo moldeaba con su majestuosidad.
Bastian nos llevó hasta allí con una única intención: demostrarle a su padre y a los cortesanos que éramos su mejor inversión. Su mejor cazadora. Su mejor creadora de pociones. Su activo más valioso.
Astrid, como siempre, encajaba en cualquier lugar como si hubiera nacido para ello. Se movía con una gracia que hacía que todos a su alrededor se sintieran atraídos sin siquiera notarlo. Su risa ligera resonaba en los pasillos del castillo, su dulzura era un imán. Y Bastian... Bastian lo sabía. Lo olía.
Podía percibir cada emoción que brotaba de ella, podía notar la forma en que su corazón latía más rápido cuando él estaba cerca. Y él jugaba con eso. Se acercaba con movimientos sutiles, dejando que sus dedos rozaran los de Astrid cuando le pasaba un frasco de pociones, inclinándose lo suficiente como para que su aliento acariciara su oído. Astrid intentaba ocultarlo, pero él lo notaba. Yo también.
Pero a diferencia de ella, yo no tenía tiempo para juegos. No cuando mi vida dependía de estar siempre lista. No cuando la única razón por la que estaba aquí era porque Bastian quería mostrarme como un arma afilada y letal. Y no era la única que lo veía de esa manera.
Aldrion, el capitán del ejército, me había estado observando desde el primer día. Alto, moreno y con el cuerpo de alguien que había pasado su vida entrenando, imponía respeto sin esfuerzo. Pero lo que realmente lo inquietaba no era mi habilidad con las armas, sino que yo no mostraba miedo. Ni ante él, ni ante nadie.
Cuando entrenamos juntos por primera vez, sus ojos se encendieron con una mezcla de admiración y precaución. Era fuerte, calculador, y sabía cómo moverse en batalla. Pero yo no peleaba con técnica. Peleaba con instinto. Y eso le preocupaba.
—Eres rápida —comentó, bloqueando mi ataque con su espada.
—Y tú eres lento —respondí, girando y lanzándome de nuevo.
Nuestras espadas se cruzaron con chispas. Cada golpe mío era salvaje, cada defensa suya precisa. Era un juego de fuerza contra agilidad, de estrategia contra instinto. Pero cuando él sonrió, supe que lo estaba disfrutando tanto como yo.
—¿Siempre atacas como si tu vida dependiera de ello? —preguntó, deteniéndose un momento.
Me limpié el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Porque sí depende de ello, capitán.
El brillo en sus ojos me dijo que esa no sería la última vez que cruzábamos armas.
Cuando finalmente llegamos al castillo principal, entendí lo que significaba ser parte de la Corte Tierra.
A diferencia de los palacios llenos de oro y mármol de otras cortes, este lugar estaba vivo. Columnas formadas por árboles milenarios se alzaban hasta tocar el cielo, sus raíces gruesas formaban caminos naturales por los que caminaban los cortesanos. El aire olía a madera húmeda, a tierra fértil, a poder en su forma más pura. Aquí, la tierra no era solo un elemento, era la esencia de todo.
Pero no todos nos miraban con bienvenida.
Los cortesanos susurraban entre sí cuando pasábamos. No les gustaba que estuviéramos aquí. No les gustaba que Bastian trajera forasteras humanas para presentarlas como sus mejores armas. Pero Bastian no se detuvo, no les dio importancia.
Nos llevó directamente hasta el gran salón, donde su padre nos esperaba. Astrid y yo vestíamos atuendos majestuosos, con el cabello suelto cayendo en ondas sobre nuestros hombros hasta nuestras cinturas. Juntas, mostrábamos la dualidad que siempre nos había definido: fuego y noche. Astrid irradiaba luz con su vestido de tonos dorados y suaves, mientras que el mío, oscuro como la medianoche, parecía absorber la luz a su alrededor. Éramos distintas, pero al mismo tiempo, idénticas en la esencia que compartíamos.
El Lord de la Tierra era un hombre imponente, de presencia pesada y mirada crítica. Nos recorrió con los ojos, evaluándonos. No nos veía como personas. Nos veía como piezas en un tablero.
—Padre —dijo Bastian con esa seguridad que le era tan natural—, te presento a Sienna, mi mejor cazadora, y a Astrid, mi mejor hacedora de pociones.
El Lord de la Tierra no respondió de inmediato. Su mirada recorrió cada centímetro de nosotras, pesada como una losa. Sus ojos evaluaban, analizaban, juzgaban. No éramos bienvenidas, pero tampoco éramos insignificantes. Sus dedos tamborilearon sobre el brazo de su trono, su expresión inescrutable.
—No te dejes engañar por sus rostros bonitos ni por su tamaño —añadió Bastian con una media sonrisa—. Sienna ha matado más Nimbaris que una docena de soldados juntos.
El Lord de la Tierra asintió lentamente, dejando que el peso de la afirmación calara en la sala. Luego, con un leve asentimiento, dijo:
—Bienvenidas a la Corte Tierra.
El aire pareció relajarse un poco, aunque la tensión aún latía en los rincones del salón. Finalmente, el Lord se puso de pie y con un gesto amplio señaló el largo comedor al fondo de la estancia.
—Vamos a cenar.
cenábamos en un gran comedor iluminado por candelabros de cristal, con una mesa interminable repleta de manjares exóticos. Desde carnes especiadas hasta frutas de colores vibrantes, todo era una exhibición de poder y riqueza. Astrid y yo ya nos habíamos acostumbrado a la buena comida durante nuestra estancia en el castillo de Bastian; nos trataban como si no fuéramos solo dos humanas pagando una deuda de vida, sino como parte de algo más grande.