Madre Del Caos

Capítulo 13: Juegos Mortales

SIENNA

El sol apenas había despuntado cuando partimos. La brisa matutina traía consigo el olor a tierra húmeda y madera, un recordatorio constante de que seguíamos bajo el dominio de la Corte Tierra. Mi caballo avanzaba con firmeza, pero la tensión en mis manos y la rigidez en mis hombros delataban mi inquietud. A mi lado, Astrid montaba con la misma facilidad con la que respiraba, su mirada fija en el horizonte, como si pudiera ver el destino que nos aguardaba.

Cada cierto tiempo, veía a Bastian girar la cabeza, su mirada buscaba a Astrid con una inquietud silenciosa, asegurándose de que estuviera bien. Sus labios se fruncían levemente, su espalda se tensaba cada vez que la perdía de vista por un instante. No pude evitar sonreír con amargura. Por una vez, no era solo yo quien la protegía. Había alguien más marchando en mi misma dirección, y aunque no quería admitirlo, esa certeza me aliviaba.

El viaje tomaría dos días, atravesando caminos de tierra y senderos ocultos entre la vegetación densa. Bastian lideraba la marcha, su postura erguida en su imponente pomodoro, irradiando la autoridad de alguien que nunca conoció el miedo. Detrás de él, Aldrion cabalgaba con la facilidad de un guerrero curtido, su silueta fuerte y monumental. Lo observé de reojo, una parte de mí notando detalles que nunca antes había permitido. Era atractivo, eso no podía negarlo, pero lo que más me inquietaba era la forma en que sus palabras de aquella noche aún danzaban en mi cabeza. ¿Realmente estaba interesado en mí o solo veía lo que los demás veían? Sacudí la cabeza. Sobrevivir primero. Vivir después.

El resto del grupo avanzaba en silencio. Soldados, dos cortesanos, todos inmersos en sus propios pensamientos. No había conversaciones triviales ni risas ligeras, solo el sonido de los cascos golpeando la tierra húmeda y el susurro del viento filtrándose entre los árboles. No era un silencio incómodo, sino anticipatorio, como el filo de un cuchillo antes de hundirse en la carne.

Las noches fueron tranquilas, aunque la tensión nunca nos abandonó del todo. Dormíamos en tiendas improvisadas y manteníamos turnos de vigilancia. A pesar del peligro latente, el viaje tenía un aire de irrealidad, como si estuviéramos cabalgando hacia un destino que no era nuestro.

Cuando finalmente llegamos, la visión ante nosotros me dejó sin aliento.

Era un espectáculo digno de los cuentos más extravagantes. Carpas colosales se alzaban en filas perfectamente alineadas, con estandartes ondeando al viento, mostrando los emblemas de cada corte. A diferencia de los festivales humanos que recordaba, donde el suelo estaba cubierto de polvo y la gente se apiñaba sin orden, aquí todo era impecable, majestuoso. Cada detalle, desde la disposición de las tiendas hasta la vestimenta de los asistentes, hablaba de un orden y un esplendor que los humanos solo podían soñar con alcanzar.

Astrid y yo nos miramos con el mismo asombro reflejado en nuestros rostros.

Las distintas cortes eran fáciles de identificar. Vi a personas de cabello plateado y ojos grises, su piel pálida como la luna; otros con ojos negros como la obsidiana, sus túnicas ondeando con un aire de misterio. Guerreros con armaduras de agua en constante movimiento, y figuras envueltas en llamas que no parecían quemarlas. Era extraordinario. Sobrecogedor.

Bastian nos guió hasta una de las tiendas con un estandarte de color tierra, con un diseño intrincado de raíces y hojas entrelazadas.

—Esta es nuestra tienda —dijo, desmontando con facilidad—. Aquí se quedarán mientras voy a hacer la inscripción.

Me giré hacia él, cruzándome de brazos.

—¿Y qué debemos hacer mientras tanto? ¿Admirar la vista?

—No alejarse —respondió con calma, aunque sus ojos me advertían que no lo tomara a la ligera—. Al caer el sol, cada corte presentará a sus guerreros. Hasta entonces, procuren no meterse en problemas.

Astrid y yo compartimos una mirada. Que Bastian nos pidiera no meternos en problemas era prácticamente un desafío.

—¿Qué dices, As? Vamos a dar un leve recorrido —le susurré, sintiendo la adrenalina burbujear en mis venas.

—¡Me encanta esta nueva actitud aventurera, Sisi! ¡Yupiii, vamos! —bromeó, pero luego me miró con seriedad—. Ponte la capa, somos bastante llamativas.

Nos cubrimos el rostro y el cabello con las capas, entrelazamos nuestras manos como cuando éramos niñas y nos adentramos en aquel mundo que parecía sacado de un sueño.

El aire estaba cargado de aromas exóticos, sonidos desconocidos y colores vibrantes. Todo era un espectáculo, una danza de lo imposible. Criaturas que jamás habíamos visto deambulaban entre los asistentes. Astrid señaló algo con emoción desbordante.

—¡Sisi, mira eso! ¡Es un avestruz… pero tiene tres cabezas!

Nos reímos, maravilladas, deteniéndonos en cada puesto donde nos ofrecían objetos extraños, aunque rechazábamos la mayoría con sonrisas nerviosas. Todo era nuevo, magnífico y, de alguna forma, peligroso.

Entonces, en un descuido, Astrid soltó mi mano y corrió hacia una especie de bestia gigantesca. Bufé, intentando seguirle el paso, pero no vi por dónde iba y choqué de lleno con algo sólido.

No algo. Alguien.

Era como estrellarme contra una muralla. Mi primer instinto fue insultar al bastardo atravesado, pero recordé que debía mantener la calma. Entre dientes, solté:

—Lo siento.

Cuando intenté continuar mi camino, una mano fuerte me sujetó del brazo.

—Fíjate por dónde vas, duendecillo. —La voz era ronca, grave. Y en un instante, supe que ya lo odiaba.

Alcé la cabeza con una mirada desafiante.

—Mira, grandulón, no es mi culpa que ocupes más espacio del necesario.

Él soltó una risa grave y sarcástica antes de jalarme ligeramente hacia él.

—Disculpa, plebeya.

—No. Tú deberías pedir perdón. —Mi voz era tan afilada como mi daga.

Él frunció el ceño y, sin previo aviso, levantó mi capa, dejando mi rostro al descubierto. Mierda.




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