Sienna
La caravana comienza a detenerse entre raíces retorcidas y sombras que se alargan como suspiros. El aire aquí es más denso, pero no opresivo. Es una mezcla imposible: la solidez de la Corte Tierra y la fluidez de la Corte Agua. Huelo musgo, pero también humedad cristalina. Se oyen cascadas a lo lejos. El bosque parece dividido en dos naturalezas que coexisten sin matarse.
Los soldados buscan espacios para descansar. Los que pertenecen a la Corte Tierra se instalan con eficiencia. Enrollan mantas, acomodan armas, encienden fogatas con piedras de ignición que parecen tener memoria. Veo al capitán Aldrion dar órdenes con movimientos firmes, como si llevara el bosque atado a los dedos.
Me siento cerca de una fogata. Desde donde estoy, puedo ver a Astrid. Mi hermana es una lora. Literal. Está contando historias con las manos, con los ojos, con todo el cuerpo. Los soldados sí, soldados de verdad, rudos y silenciosos están embelesados. Ríen, asienten, se inclinan hacia ella como si absorbieran su luz.
Y no son los únicos.
Incluso Bastian. Recostado en un árbol, con los brazos cruzados y una sonrisa que se le escapa sin permiso. No le quita los ojos de encima.
Pero cuando mis ojos buscan a Aldrion… lo encuentro ya mirándome.
Su expresión no es obvia. No hay deseo claro ni juicio. Solo… atención. Una atención que me incomoda y me intriga al mismo tiempo.
Así que hago lo que me sale natural: rompo las reglas.
Camino hacia él sin pedir permiso.
—¿Siempre miras así a tus soldados? —pregunto, deteniéndome a su lado.
—Solo a los que me desvelan un poco —responde sin girar la cabeza. Su voz es grave, tranquila… y cargada de doble sentido.
—¿Y cuántos te han desvelado?
—Pocos. Pero ninguno como tú.
Alzo una ceja, pero sonrío. No es el momento para ceder, pero tampoco para huir.
Nos sentamos cerca de una de las fogatas. Él se encarga de avivarla con un palo de madera. Las llamas chispean y crepitan, como si quisieran oír también.
—Quiero entender algo —empiezo—. ¿Por qué las criaturas cambian tanto de una Corte a otra? ¿Por qué este bosque me hace sentir tan… observada?
Aldrion se queda en silencio un segundo. Luego habla despacio, como si cada palabra tuviera que pasar por una criba.
—Por ahora… por qué las criaturas cambian entre Corte y Corte. Por qué los nimbaris ya no me dan miedo. Por qué este bosque se siente tan… vivo.
Se queda en silencio un momento, observando las llamas.
—Porque lo está.
—¿El bosque?
—Todo esto —dice, haciendo un gesto que abarca raíces, niebla, luz—. Las Cortes, las criaturas, la tierra. Todo está vivo. Todo respira. Todo recuerda.
—No respondiste lo de los monstruos.
—Porque no son monstruos. No en su origen. ¿Quieres la historia real?
—Siempre.
Suspira, como si al hacerlo removiera el polvo de una verdad olvidada.
—Hace más de mil años, las Cortes eran equilibrio. Cada una mantenía una función en la Madre: la Tierra preservaba, el Agua curaba, el Fuego renovaba, el Aire liberaba. Y juntas, sostenían el ciclo de la vida. Pero los Lords… —su voz baja, se vuelve sombra—. Los Lords cayeron.
—¿Cayeron en qué?
—Ambición. Poder. Codicia. Creyeron que podían tomar más. Extender sus dominios. Moldear la magia a su antojo. Lo dulce se volvió amargo. Lo bueno, envenenado.
—¿Y la Madre Naturaleza?
—Advirtió. Primero con tormentas, luego con deformidades en los ciclos. Pero nadie escuchó. Entonces, dejó de advertir. Empezó a castigar.
Trago saliva. Las palabras se sienten como un peso antiguo.
—¿Castigar cómo?
—Cada Corte fue visitada por criaturas. Bestias moldeadas por el mismo desequilibrio que provocaron. Seres que no obedecen leyes ni jerarquías. Solo instinto y memoria. Los nimbaris no son el enemigo. Son el espejo.
—¿Y por qué ya no me dan miedo?
Me mira, largo, intenso.
—Porque te estás volviendo como ellos.
Parpadeo.
—¿Qué…?
—Indómita. Salvaje. Sin máscaras. —Su sonrisa no es burla, es certeza.
Desvía la mirada hacia el fuego y su tono cambia, se vuelve casi un susurro.
—Mi abuela solía decir que cuando todo se desmorona, la Madre elige hijas disfrazadas de belleza. Ninfas, decía. Criaturas que parecen portadoras de luz, pero en realidad traen guerra, poder… y caos.
—¿Una profecía?
—Una advertencia. Hace siglos, los curanderos la recibieron. Decía que, cuando ellas nacieran, el mundo estaría listo para romper y renacer.
—¿Y tú… crees en eso?
Aldrion asiente con gravedad.
—Mi aldea lo espera. Mi gente cree que todo debe doler primero, para poder valorarse después. Que la tierra no puede sanar sin sangrar.
—¿Qué aldea?
—La Aldea de las Raíces. En la Corte Tierra. Allí donde los cuentos se pasan de boca en boca, donde las historias se cultivan como cosechas. Yo… nací entre ancianos que podían contar el origen del viento con los ojos cerrados.
—¿Y por qué no te quedaste allí?
—Porque era rebelde. Porque me asfixiaba el saber sin acción. Así que un día me fui. Caminé hasta el castillo del Lord y me enlisté como soldado.
—¿Y Bastian?
—Entrenó conmigo. Al principio no me soportaba. Lo derroté en combate, me ganó su respeto. Me pidió ser su escolta, acepté. Desde entonces, lo sigo.
Nos quedamos en silencio un momento.
—¿Dónde puedo leer sobre esa profecía? —pregunto, bajando la voz.
Él suelta una risa breve, con algo que parece ternura.
—Curiosa. Un día te llevaré a mi aldea y entenderás que no todo se lee. Hay sabiduría que se canta, que se sueña. Ancianos que ven más allá del tiempo. Te sorprenderías de lo que pueden enseñarte sin decir una palabra.
Mis labios se curvan antes de que lo note.
—Me estás tentando, capitán.
—No estoy intentando no hacerlo.
Nos miramos.
Y entonces, el cielo se rompe en maravilla.