Madre Del Caos

Capítulo 24: Donde la tierra llora

Sienna

La mañana después de la noche más hermosa que haya presenciado se siente… falsa.

El bosque ya no brilla. Ya no canta. La magia que anoche nos envolvía como un sueño parece haberse desvanecido con el rocío.

Avanzamos en silencio. La caravana se estira como una serpiente cansada, cada paso cargando el peso de lo que vimos, o tal vez de lo que tememos que venga.

A lo lejos, el paisaje cambia.

El bosque se abre como si respirara más lento. Las raíces retorcidas dejan lugar a pasto suave, y en el horizonte se extienden cortes perfectamente redondos en la tierra. Círculos enormes, como si una criatura colosal hubiera presionado su huella en el suelo.

En el cielo, la silueta de la criatura que transporta a Bastian desciende en espiral, con las alas extendidas como velos de sombra y viento. Aterriza con un temblor que sacude la hierba, y apenas sus patas tocan el suelo, se transforma: ya no vuela, ahora cabalga. Su galope es ágil y elegante, casi antinatural. Bastian la guía al frente, imponente, y cuando se detiene… todos lo hacemos.

—La frontera —dice, girándose hacia nosotros—. Al cruzarla, estaremos al cien por ciento dentro de la Corte Tierra.

Nos miramos entre sí. Algunos sonríen. Otros suspiran. La idea de llegar a terreno seguro parece al fin real.

Y justo cuando estamos a metros de pisarla…

La tierra se sacude.

No como un temblor. No como un desliz.

Sino como si algo... algo vivo… se retorciera bajo nuestros pies.

Las ramas sobre nuestras cabezas se agitan con violencia. Primero como empujadas por el viento. Luego… como si despertaran.

Y entonces lo imposible ocurre.

Los árboles lloran.

No hojas. No savia.

Agua.

Lágrimas gruesas y constantes que brotan de la corteza como si la misma naturaleza gimiera de dolor. Pero no es tristeza lo que viene con ellas.

Es furia.

Las ramas se alargan y se retuercen como serpientes. Atrapan soldados, ahorcan, lanzan, revientan.

Gritos. Agua. Crujidos.

No estamos luchando contra un enemigo con rostro.

Estamos luchando contra el bosque.

—¡RETIRADA! ¡CORRAN! ¡ADELANTE, AHORA! —grita Bastian, su voz desgarrada, desesperada, brutal.

Todo estalla.

Disparos. Mandíbulas de madera cerrándose. Agua inundando pulmones. Gritos que no terminan. No hay enemigo claro. No hay dirección.

Solo caos.

Una mujer de la caravana cae. Una rama la toma por la pierna, la arrastra como a un muñeco.

Y Astrid…

Astrid corre hacia ella.

No. No. No. NO.

—¡ASTRID, DETENTE! —le grito, desesperada. El pánico me paraliza por un segundo. No puedo respirar. Mi cuerpo se enfría.

Ella no me escucha.

¡Claro que no me escucha!

Salta. Se cuelga de la rama como si no hubiera una decena más agitándose alrededor.

—¡ASTRID! —el grito me rasga la garganta.

Una rama la embiste como una ola de madera. Su cuerpo vuela. Impacta contra un árbol. Rebota. Cae al suelo.

No se mueve.

—¡ASTRID! ¡NO! —corro. Corro aunque el mundo entero me duela.

Una rama me golpea en el costado con fuerza monstruosa. Siento un chasquido interno. Me arde. Me falta el aire.

—¡Mierda…! —me doblo, pero sigo. No puedo parar. No cuando es ella. No cuando está así.

Los soldados disparan flechas. Cortan ramas con espadas. Pero el bosque es infinito. No deja de moverse.

Veo a Astrid, medio sentada, tosiendo sangre, con una rama que se enrolla en su cuello como una soga viva. Saca su daga, jadeando. Intenta cortarla. Una, dos veces.

Cuando la hoja rasga la madera, algo cambia.

Las ramas se estremecen, se ennegrecen, se secan. Como si el filo llevara algo que el bosque no pudiera soportar.

Veneno.

Astrid cae de rodillas al suelo. Me mira, con la cara llena de tierra, sangre y locura.

Y sonríe.

La maldita sonríe.

—¡Veneno! —grita, y se ríe como si el mundo se estuviera quemando y a ella le divirtiera—. ¡VENENO!

Saca sus frascos. Uno, dos, cinco. Se los lanza a Bastian.

Él los atrapa en el aire. Entiende al instante. Moja sus flechas y empieza a disparar.

—¡Todos! ¡Usen veneno! —grita. Me lanza un frasco.

Lo hago. Embadurno la hoja de mi daga y flechas.

Cada corte seca.

Cada disparo mata.

El bosque, ese mismo bosque que anoche nos cantó al oído, ahora se convierte en un cementerio bajo nuestras manos.

En minutos, todo es negro.

Ramaje muerto.

Troncos rotos.

Lodo manchado.

Un valle de muerte.

Y duele. Dioses, duele como si me arrancaran algo del alma.

Una parte de mí… llora por haber transformado algo tan hermoso en esto.

Pero no tenemos opción.

Recogemos a los caídos.

Cuatro.

Una mujer, tres soldados. Sus cuerpos se alinean sobre mantas que no bastan para protegerlos del olvido.

Veo la cara de Aldrion. Dolor contenidísimo.

Bastian no dice nada. Solo aprieta los dientes y mira hacia la frontera que ya no parece promesa, sino amenaza.

Estamos golpeados.

Heridos.

Pero seguimos.

En silencio.

Después de horas, cruzamos el último círculo de tierra, y por fin… lo vemos.

El Castillo de la Corte Tierra.

Surge entre montañas verdes y laderas cubiertas de líquenes brillantes. No es alto como una torre. Es ancho, profundo, hecho con raíces que emergen del suelo y se entrelazan hasta formar muros vivos. Hay puentes de piedra cubiertos de musgo, faroles que flotan sin sostén, fuentes que parecen cantar en lugar de brotar agua.




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