SIENNA
Bastian y Astrid están frente a mí, sus rostros endurecidos por la revelación. Las palabras sobre la noche de la muerte de Vulcano, hermano de Drosk, cuelgan aún en el aire como un veneno lento. No me excuso. No imploro. Solo sostengo la mirada.
—Te enfrentarás a un juicio, pero no estás sola —dice Bastian, con su tono seco, como si las palabras fueran una orden y un escudo al mismo tiempo—. Vulcano cruzó la frontera, y eso juega a tu favor. Era un fae de alto rango, tú eras una mortal. Concéntrate en tu escuadrón, comandante. La verdad caerá por su peso.
Asiento en silencio. Es todo lo que puedo hacer.
Cuando él se va, Astrid se queda. Cierra la puerta suavemente y se recuesta contra ella con los brazos cruzados.
—¿Hay algo más que deba saber?
No le sostengo la mirada.
—En este mundo... solo eso debe preocuparte. Lo prometo.
Ella alza una ceja, acercándose.
—Somos una, Sienna. Soy tus oídos, tu dolor, tu corazón. Si te está quemando por dentro, me lo dices. Para eso estamos. Para soportar estas cargas juntas. ¿Me contarías si pasara algo más?
Sus palabras son un susurro de ternura rabiosa. La abrazo. No respondo con palabras. Solo asiento, porque si hablo... se rompería todo.
Primera luna.
Mi escuadrón está formado. Cinco capitanes alineados frente a mí, la estrategia clara en la mesa improvisada de piedra. Esta semana es de reconocimiento hacia la frontera Agua. Reportes hablan de nimbaris en los bosques y aldeas de Agua saqueando pueblos pequeños de Tierra. Lo que sea que está gestándose huele a guerra encubierta.
—Dejamos a nuestros diez entrenando —anuncia Kael, mi segundo al mando—. Hoy vamos solo nosotros seis. Mejor si no levantamos sospechas.
Vamos a caballo, el bosque huele a savia, humedad y advertencias. En el primer día todo es calma. Demasiado.
—¿Y si esto no es solo saqueo? —pregunta Liora, su cabello rojo flameando bajo el casco—. ¿Y si la Corte Agua está armando una ofensiva silenciosa?
—O están empujando criaturas hacia nuestras tierras para distraernos —responde Eron, siempre con su voz de acero.
—¿Y si es ambos? —interviene Dairon, con su tono suave pero cargado de lógica—. Nimbaris sueltos, aldeas en ruinas, criaturas migrando… Me huele a manipulación mágica.
Cabalgamos en silencio por un rato. Yo los observo. Ellos me siguen sin dudar, pero sus ojos están alerta. Saben que el mundo está cambiando. Que esta paz no es más que el eco antes del estallido.
Al segundo día, el bosque nos cambia el ritmo. Está más denso, los sonidos más dispersos. Lo noto cuando los caballos pisan con más cautela.
Y entonces lo vemos.
Un nimbaris. Solo. Pero no huye.
Aúlla.
Un sonido grave, retumbante, que hiela la sangre.
Se pone en posición de ataque.
Mi mano va a la espada.
—Formación lunar. Nadie lo toque hasta que dé la orden —ordeno.
La criatura se alza frente a nosotros.
Un nimbaris solitario, pero su sola presencia pone en alerta al bosque. Aúlla. No como lo haría una bestia en dolor, sino como un mensajero. Como si su grito fuera parte de un lenguaje más antiguo que el nuestro.
—Kael —digo sin girarme—, en formación lunar.
—Sí, comandante.
Los cinco capitanes se alinean en semicírculo. Nadie habla. Nadie se mueve. Todos han visto lo mismo que yo: ese brillo en su mirada... esa chispa dorada.
Sus fosas nasales se dilatan.
Lo siento... huele.
Me huele.
—Mantengan la posición —ordeno con voz baja, grave.
Me bajo del caballo. Mi bota hundiéndose en el barro seco. El crujido alerta a la criatura, que vuelve su atención hacia mí.
Los demás hacen lo mismo que yo. Uno por uno, desmontan. Me siguen. No porque deban, sino porque confían.
—Nadie desenfunde aún.
Avanzo. Paso a paso. Mi mano no va al arma, va al pecho. A la marca que todavía siento arder por dentro.
El nimbaris me observa. La espuma tibia comienza a acumularse en sus fauces. Y sin embargo, no se lanza. Solo canta. Canta como si su garganta fuera el canal de algo mayor.
El bosque guarda silencio. Y eso es lo peor.
No hay pájaros. No hay viento. No hay vida.
—¿Qué está haciendo? —susurra Yamil detrás de mí.
—Llamando —respondo, sin apartar los ojos del nimbaris.
El aire se espesa. El canto se vuelve doble. Un eco. Un segundo sonido comienza a responder desde algún rincón del bosque.
—No estamos solos —dice Dairon, ya con la mano tensa cerca de su daga.
Esto no es un ataque. Es una invocación.
Uno.
Cinco.
Diez.
Quince.
Los nimbaris aparecen entre los árboles como sombras líquidas, deformando la niebla que comienza a envolverlo todo. El aire se vuelve denso, casi sólido. La humedad huele a musgo, a raíces podridas… a presagio.
—Debemos irnos —suelta Eron, su voz aguda, cargada de tensión—. Subirnos y cabalgar, lo más rápido. Son demasiados.
—¡Silencio! —lo callo de inmediato.
Los nimbaris nos rodean. El canto… ahora es un estruendo. Como si el bosque mismo estuviera llorando a través de sus gargantas. Me adelanto.
Un paso.
Otro.
Uno de ellos rompe la formación. Se acerca a mí. Lento. Deliberado. Me huele.
Yamil, tenso como un arco, desenfunda su espada. El sonido del metal corta el aire.
—¡Armas abajo! —grito.
—Somos una puta carnada, comandante —escupe Liora, y la entiendo. Lo que no entiendo… es por qué sigo avanzando.
El nimbaris me rodea. Camina a mi alrededor, su aliento agita la capa de mi uniforme. Me huele de nuevo, más profundo. Y entonces… chilla.
Un sonido cortante. Afilado.
Sus ojos cambian. Alza la mirada y le enseña los dientes a mi escuadrón. Y los otros lo imitan. Todos. Quince bestias, mostrando los colmillos, acercándose a los capitanes. Rodeándolos.
—¡No! —grito, y me planto frente a ellos.