SIENNA
Llevamos más de una luna en estas tierras. La frontera ya no es línea, es herida. Todo sangra: los árboles, los ríos, la tierra... nosotros. Mi escuadrón y yo nos hemos convertido en parte del paisaje, parte de esta guerra que aún no empieza oficialmente pero que ya lo consume todo.
No son soldados los que enfrentamos. Son aldeanos. Gente de barro y hambre, con magia rota y ojos de desesperación. No tienen banderas, ni órdenes. Solo el miedo clavado en la espalda y el abandono hecho carne.
—¡Bajen las armas! —grito, cuando los primeros nos interceptan.
Tienen hechizos hechos con agua estancada y lanzas improvisadas. Eron detiene una piedra mágica con su escudo, Yamil se interpone para que no alcancen a Kael, y Liora ya tiene una flecha encendida en su arco, lista para incendiar.
—¡Esperen! —digo más fuerte—. ¡No venimos a destruirlos!
Avanzo, con los brazos abiertos. El barro me llega hasta las rodillas. Una niña me mira con terror. Un anciano sostiene una lanza temblorosa. Detrás, hay chozas rotas, cuerpos heridos, miradas vacías.
—No somos sus enemigos —les digo, con la voz rota por el cansancio—. Sus enemigos son quienes los dejaron solos, no su propio pueblo. Resistan. Recuerden que somos uno. No lo olviden.
De mi bolsa saco un par de ardillas que cacé esta mañana y las dejo sobre una piedra plana, junto a algunas vendas y ungüentos. Me giro hacia Eron.
—Necesito que cures a los que puedas.
Me mira raro, como si dudara de que fuera en serio. Pero luego asiente. Siempre lo hace. Se arrodilla junto a un hombre con una pierna quemada por magia y empieza a trabajar en silencio.
Uno de los aldeanos se atreve a hablar.
—La Madre Naturaleza gime… y no sabemos qué hacer para calmarla.
Suspiro.
—Yo tampoco.
La noche siguiente, el cielo ruge cambia de color ya no son auraras y colores hermosos es naranja y negro.
Las criaturas llegan en silencio. No tienen ojos. No tienen piedad. Vuelan con alas de cuchillas, graznan como si cantaran el fin del mundo. Nosotros… respondemos.
—¡Escudos arriba! —grito, pero ya es tarde para algunos.
Una de esas cosas se lanza sobre Kael. Dairon la detiene con un conjuro de ramas levantandose que la hace estrellarse y caer. Liora, con precisión brutal, lanza una flecha envuelta en fuego y atraviesa el ala de otra criatura, que cae chillando como metal retorcido. Eron y Yamil están cubriendo a los caballos.
Y yo…
Yo acelero.
Ato las riendas con una sola mano, aprieto los muslos y me inclino sobre el lomo del caballo. Apunto.
Una.
Dos.
¡Ahora!
Salto.
Me cuelgo del cuello de la criatura más grande. Su aullido vibra en mi oído mientras giro la daga con ambas manos y la hundo en su garganta. La sangre me cubre el rostro.
Caemos juntas.
Rodamos por el barro, entre raíces. Me quedo quieta un segundo, jadeando. La bestia muerta a mi lado. Mis manos aún apretando el arma.
—¡Comandante! —grita Kael desde arriba, preocupado.
—Sigo viva —respondo, y me río, aunque me duele todo el cuerpo—. Creo.
Volver al castillo es extraño. Silencioso.
Nadie sale a recibirnos.
Pero hay banderas negras ondeando en la muralla. Humo negro sale de la chimenea principal. El aire huele a incienso… y a ceniza.
—¿Qué mierda…? —susurro.
Antes de poder decir más, la puerta se abre con un chirrido.
Y Astrid aparece.
Sus ojos se agrandan, su boca se abre, y sin contenerse… echa a correr hacia mí.
—¡Sisi! ¡Por fin llegaste! —rompe en llanto mientras me abraza con tanta fuerza que me hace retroceder.
—¿Estás bien? —me alarmo.
—¡Sí, sí! —responde entre sollozos—. Pero te extrañé tanto que en tu próximo viaje yo voy a ir. Me importa un carajo lo que diga Bastian.
Me río y le devuelvo el abrazo, soltando el peso que ni sabía que cargaba.
—Y esas banderas… —pregunto con la voz más baja.
Entonces volteo y veo a mis guerreros. Todos están en formación, rígidos, los ojos muy abiertos, como si ya supieran.
Liora es la que habla. Siempre la directa.
—El Lord ha muerto.
Silencio.
—Va a haber ascensión —agrega—. Para Bastian.
—Lord Bastian —corrige Astrid, secándose las lágrimas.
Yo solo cierro los ojos un segundo.
—Ay, mierda… cuando creo que no puede ser peor.
Y en el fondo, todos sabemos que sí puede.
Y que probablemente lo será.