Nina
El pasillo de la clínica está en silencio, como si la ciudad hubiese decidido apartarse de todos los pensamientos que dan vuelta en mi cabeza. El zumbido de las luces, el olor a desinfectante y las paredes de un blanco impecable marcan el ritmo mientras camino hacia la consulta.
Al tocar la puerta del consultorio, esta se abre, el doctor me espera con aquella calma, como si ya hubiese decidido qué palabras decir y en qué orden. Me adentro con cautela para tomar asiento en la camilla, esperándo a que mi corazón deje de latir como loco por la incertidumbre.
He estado intentando embarazarme desde que me casé con Gian hace un año por influencias de mi padre, pero todos nuestros esfuerzos han sido en vano. Hace tres meses me sometí a una cirugía, por lo que espero que la condición de mi útero haya mejorado puesto a que han tenido que retirar una cantidad excesiva de tumores.
—Nina, gracias por venir tan temprano. Quería hablar contigo con total claridad —dice sin rodeos, arreglandose la bata.
No aparto la vista de mis manos que reposan sobre mi regazo, mis dedos tiemblan mientras espero que revise los estudios que me han realizado.
—¿Qué sucede? —pregunto y la palabra se me queda corta, como si el impulso de respirar se hubiese convertido en un esfuerzo agotador cuando sus ojos cafés se plasman sobre las pruebas.
El médico suelta una respiración pequeña, casi una exhalación de su propia experiencia.
—Tu evaluación clínica y los resultados de los estudios han mostrado una realidad que no podemos ignorar. Hay una condición que, en este momento, reduce de forma significativa la probabilidad de un embarazo.
La habitación parece estrecharse, el aire se espesa, volviéndose pesado e implacable, siento que me quedo sin respiración con tan solo escuchar ese veredicto.
—No hay milagro que deshagan esta situación —continúa con suavidad profesional—. Más bien, eres afortunada, pudimos salvar tu útero en vez de someterte a una histerectomia. Podemos hablar de opciones, de tratamientos, de soporte emocional, pero quiero que tengas esto claro: la posibilidad de concebir está muy limitada. Tu cuerpo jamás estará preparado para un embarazo.
El mundo se desploma en un instante. No es solo la infertilidad; es la certeza de que el futuro que he imaginado, con mi sueños de una familia, están a punto de hacerse añicos.
—Esto no puede ser posible, soy una mujer jóven.
—Ya lo hemos intentado todo señorita Meyer, me temo que no hay nada por hacer.
Al salir de la consulta, el pasillo parece más largo de lo habitual, mis pasos resuenan y entonces camino hacia el estacionamiento de la clínica tras recibir un mensaje de mi esposo.
Necesitamos hablar. Ya.
La palabra “hablar” se clava en mi garganta como si fuesen cuchillos.
Me apresuro en conducir a casa, tardo alrededor de quince minutos en llegar y estacionarme, por lo que cruzo el umbral, dejo caer mi chaqueta sobre el respaldo de una silla para tomar asiento en el comedor.
La conversación no tarda en llegar.
Gian entra con una frialdad contenida que hela el lugar, jamás lo había visto tan alterado, ni siquiera cuando perdió un caso de uno de sus clientes ante la corte.
—Ya lo sé todo —se expresa con esa frialdad que sólo el cansancio y la frustración pueden tejer.
—¿A que te refieres?
—¡No me veas la cara de imbécil Nina! —me grita, sus fosas nasales se dilatan— He averigüado el resultado antes de que te dieran la noticia. No quiero estar contigo si no puedes darme un hijo. Necesito una herencia, una continuidad… no puedo ver un futuro contigo si no existe ese heredero.
Hago un esfuerzo sobrehumano por respirar, por no dejar que la habitación la trague por completo.
—Amor, cálmate... Tenemos varias opciones, maternidad subrogada o incluso la adopción.
—La maternidad subrogada ni siquiera es legal en este país —da un manotazo en la mesa de vidrio, haciéndola añicos, termino echándome a un lado para evitar lastimarme con los pedazos que salen volando.
—Gian, escúchame —trato de que entre en razón, pero es en vano.
—¿De qué sirve que seas mujer si no puedes traer vida a este mundo? —escúpe, sin importar que la sangre corra por su mano.
—¿Entonces qué? —le desafío, centrándome en sus ojos verdes— ¿Crees que no me duele no poder ser madre? He tenido que soportar tantas cosas y ahora tu estúpida indiferencia.
—No lo sé —responde, sin inmutarse— Tal vez… un divorcio sea lo más honesto que podemos hacer, no pienso seguir atado a una inservible como tú.