Maduras son mejores. El catálogo del amor.

Capítulo 7: Demasiado Bueno para Andar Así, en Mi Piel

La casa de Marina huele a canela y ropa recién planchada, un aroma que te abraza como una madre que no tengo. No es un palacio, pero todo está en su sitio: cojines alineados como soldados, fotos de su hija Sofía –sí, la misma Sofía de Claudia, porque este mundo es un maldito pañuelo– en el aparador, y velas encendidas como si hoy fuera noche de confesiones. Marina tiene cuarenta y siete, pero sus manos son tan suaves que parecen de una muchacha que nunca ha tenido que rascarse la vida. Me recibe con un abrazo largo, de esos que no sueltan, y dice, sonriendo: “Hoy no quiero cosméticos. Hoy quiero que me hables.” Asiento, y nos sentamos en el sofá, sin tocarnos al principio, como si el espacio entre nosotros fuera un campo minado.

Hablamos de la lluvia que no para, del paro de maestros que tiene a todos quejándose, de su hija estudiando medicina en Guadalajara como si fuera a curar el mundo. Pero luego, como siempre, la charla se hunde en aguas profundas. “¿Por qué haces esto, Will?” me suelta, mirándome a los ojos como si quisiera leer mi alma. “No eres un chico que vende cremas. Eres un chico que vende… consuelo.” No lo niego, joder, solo le doy una sonrisa torcida. “Alguien tiene que ser el santo de las camas frías, ¿no? Es un servicio público, como el agua corriente.”

“Pero tú no lo haces solo por el dinero,” insiste, y joder, me tiene contra las cuerdas. “Te vi en el orfanato, con los hijos de Claudia, hasta con esa embarazada del mercado… te transformas.” Bajo la mirada, porque no quiero que vea el caos que llevo dentro. “No entiendo por qué,” digo, “solo sé que cuando veo un vientre, todo en mí se calla, como si mi cabeza se rindiera ante un rey que no soy.” Ella me toma la mano, suave, como si fuera a romperme. “Eres demasiado bueno para andar así,” dice, y su voz tiembla como una cuerda a punto de partir. “No estás hecho para ser el amante de media docena de mujeres. Estás hecho para ser el padre de un niño.”

Trago saliva, y el nudo en mi garganta es como una piedra que no baja. “No puedo,” susurro, y la verdad me quema la lengua. “¿Por qué no?” pregunta, y yo exploto, por primera vez, como un volcán que no aguanta más: “¡Porque mi cuerpo no responde! ¡Porque mi mente no para! ¡Porque si me quedo con una, termino huyendo como un perro asustado!” Marina no se inmuta, solo me abraza, y dice: “Entonces no te quedes. Pero no te pierdas.” Y en ese instante, hacemos el amor, no con fuego salvaje, sino lento, triste, como si estuviéramos despidiéndonos de algo que nunca tuvimos.

Después, mientras me visto, me suelta: “Si algún día decides que quieres algo más… no vengas a venderme crema. Ven a pedirme ayuda.” Asiento, y salgo con el alma más ligera… y más pesada, porque Marina no me juzgó, me vio, y aun así me amó, y eso es un espejo que no sé cómo mirar.

Pero el alivio dura lo que un polvo rápido. En el edificio, Adriana me espera en el pasillo, y no sonríe. “¿Sabías que te llaman ‘el chico del catálogo’?” dice, voz plana, cargada de un dolor que no es grito. Me congelo, como si me hubieran pillado con las manos en la caja fuerte. “Es solo un trabajo,” miento, pero ella no se traga el anzuelo. “No es solo un trabajo. Laura me contó. Dijo que pasas de departamento en departamento, que ayudas… a cambio de compañía.” No lo niego, no puedo, y sus ojos me atraviesan. “¿Es cierto? ¿Soy solo otra parada en tu ruta?” “No,” digo, y es verdad, “contigo es distinto.” “¿Distinto cómo? ¿Porque no te pagué con billetes? ¿Porque te dejé entrar sin pedirte nada?” “Porque contigo… no quiero fingir,” suelto, y el peso de mis palabras me aplasta.

Me mira largo, y suspira, con lágrimas que no caen. “Will, no quiero ser especial entre muchas. Quiero ser la única.” No respondo, porque prometer eso sería como venderle agua en el desierto. “No te estoy pidiendo que cambies,” dice, “solo que no me mientas sobre lo que somos.” Y se va, dejándome con el eco de su voz clavado en el pecho como un puñal.

Esa noche no duermo. Camino por calles vacías, pensando en Marina, en Adriana, en Claudia, en Celia. En todas las que me han amado… y en cómo yo las he amado a medias, como un mendigo que da monedas de chocolate. Porque sí, soy generoso, tierno, capaz de devoción… pero también un hombre roto que se reparte en pedazos, y cada pedazo que doy me aleja del todo que alguien merece. Me siento en una banca del parque, miro la luna como si fuera a darme un consejo, y por primera vez no pienso en vientres ni hijos ni camas. Pienso en Adriana, en su “quiero ser la única,” y me pregunto: ¿Y si, solo por una vez, dejara de correr? Pero la pregunta se pierde en el viento, porque sé que mientras mi cuerpo arda y mi corazón anhele lo imposible, no puedo dar a nadie lo que ni yo me doy: paz.




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