No he pegado ojo desde que vi a Celia en el mercado, y no es por ganas de meterle mano, no, joder, es una vigilia rara, como si mi cuerpo supiera que hay un latido en la ciudad que no es mío pero me reclama como si lo fuera. Empieza con tonterías, como dejar una bolsa de manzanas y plátanos frente a su edificio, sin firma, sin aviso, como si fuera un santo anónimo repartiendo milagros en vez de cremas. Al día siguiente, la bolsa desaparece, y algo en mi pecho se suelta, como si hubiera ganado una medalla que no pedí.
Luego me pongo a merodear su colonia, no entro, no toco el timbre, solo paso por su edificio a las siete de la tarde, cuando sé que sale a caminar –gracias al chisme que corre como pólvora de vecina en vecina hasta llegar a mis oídos–. La sigo de lejos, no como un loco obsesivo, sino como un testigo que no quiere perdérselo. La veo en la banca del parque, acariciándose el vientre, susurrando al bebé que aún no llega, y yo me escondo tras un árbol, con el corazón a mil, como si estuviera pecando o bendiciendo algo sagrado al mismo tiempo.
Una tarde de lluvia, la pillo saliendo sin paraguas, y como el caballero que no soy, corro a la tienda, agarro uno rojo –el más chulo que pillé– y lo dejo en la portería con una nota: “Para ti y para él.” Sin firma, claro, pero ella lo sabe. Días después, me ve desde su ventana, parado bajo la lluvia como un idiota, mirándola sin esconderme. “¡Will!” grita, con una sonrisa que me desarma. “¿Otra vez cuidando al bebé?” Me sonrojo, asiento, y ella suelta: “¿Por qué lo haces?” Sin reproche, solo curiosa.
“Porque… porque merece tenerlo todo,” digo, tropezando con las palabras como si fuera un novato. Ella me mira largo, y luego: “Sube. Te prepararé té.” Dudo, carajo, porque entrar ya no es devoción, es meterse en terreno pantanoso, y la intimidad me da más miedo que un diagnóstico de la clínica. Pero subo, como un condenado que no puede resistirse.
Dentro, el sitio es pequeño pero acogedor, con mantas tejidas que parecen abrazos, libros de embarazo apilados como torres de esperanza, y una cuna vacía en la esquina, lista para un milagro. Me da té de jengibre, y dice: “No tienes que hacer esto. No soy tu responsabilidad.” “No lo hago por ti,” respondo, y joder, la honestidad me pilla desprevenido, “lo hago por él.” Sus ojos se humedecen, y me pregunta: “¿Tú también lo sientes, verdad?” “¿El qué?” “Que ya es persona.” Asiento, y en ese instante no soy el vendedor de ilusiones, ni el amante de turno, ni el hombre roto: soy solo un testigo de algo que me supera.
Al irme, me da un osito de peluche. “Para que lo tengas tú,” dice, “por si algún día…” No termina, pero capto el mensaje. Esa noche, pongo el osito en mi almohada, no lo abrazo, solo lo miro, y por primera vez no sueño con cunas vacías. Sueño con una llena, con un bebé que me mira y dice, con voz de ángel: “Gracias por cuidarme antes de nacer.” Me despierto llorando, no de pena, sino de algo que no sé nombrar –gratitud, tal vez–, porque aunque no pueda ser padre, al menos puedo ser su guardián, y en este circo de cuerpos prestados y promesas que se desvanecen, eso es lo más cerca que he estado de un amor que no se cobra.