Maduras son mejores. El catálogo del amor.

Capítulo 9: La Cuna que Me Rechaza, en Mi Piel

Siempre sueño con la misma cuna, blanca como la inocencia que perdí hace rato, de madera antigua con ruedas que chirrían como mis remordimientos, y una colcha bordada con lunas y estrellas que parecen burlarse de mis noches sin fin. Está en una habitación sin paredes, bajo un cielo que se niega a clarear, como mi vida que no avanza. Dentro, vacía, siempre vacía, y yo me acerco, extiendo las manos, susurro “Ven… por favor, ven”, pero el eco me devuelve un silencio que pesa como plomo en el pecho. Esa ha sido mi pesadilla, no monstruos ni caídas, solo el vacío burlón de un deseo que no encuentra pareja.

Pero esta noche… cambia, joder, cambia como un chiste cruel del destino. Esta noche la cuna no está hueca: hay un bebé, pequeño, rosado, con puños apretados como si ya supiera pelear contra el mundo. Respira, vive, y mi corazón se me sale por la boca. Corro hacia él, pero cuando intento tocarlo… se aleja, la cuna rueda sola, como si tuviera vida propia y me dijera “ni de coña, Will”. “¡Espera!” grito, pero mi voz es un fantasma mudo. El bebé abre los ojos, me mira no con terror, sino con una tristeza que me parte las bolas. Luego, una voz –suave, femenina, mezcla de Valeria, de mi madre, de todas las que he jodido– susurra desde la nada: “No puedes cuidarme si no te cuidas a ti mismo”. La cuna retrocede, se pierde en la oscuridad, y yo despierto gritando, sudando como si hubiera corrido una maratón de polvos fallidos.

Tiembla todo, miro alrededor: mi cuarto con paredes que se caen a pedazos, el catálogo de cosméticos en la silla como un recordatorio de mis mentiras, el osito de Celia en la almohada mirándome con ojos de botón que parecen juzgar. Pero el sueño no se va, se clava como una espina. Porque esta vez no fue la ausencia lo que me rompió, fue el rechazo directo: el crío estaba ahí… y me dijo que no, que paso de ti.

Me levanto, voy al baño, me miro al espejo: ¿quién coño es este pibe de veinte con ojeras de abuelo? ¿El seductor de barrio? ¿El filántropo de frutas anónimas? ¿O solo un enfermo que llena su hueco con cuerpos ajenos y sueños prestados? Esa mañana no voy al orfanato –que se jodan los chavales por un día–, no llamo a Claudia, ignoro el mensaje de Adriana: “¿Estás bien?” que me quema en el móvil. En vez de eso, camino sin rumbo, como un zombie con catálogo.

Paso por el edificio de Celia, la veo en la ventana, acariciando su vientre como si fuera un tesoro. Quiero subir, pedirle que me deje tocar, sentir el patadón que pruebe que aún sirvo para algo cerca de la vida. Pero no, el sueño me ha marcado como un tatuaje feo, y ahora cada bebé imaginario me mira con esos ojos tristes diciendo “no eres suficiente, Will, vete a vender cremas”.

Me siento en una banca del parque, cierro los ojos, y por primera vez no rezo por un hijo propio. Rezo por perdón, porque tal vez el problema no es mi semen flojo, sino mi alma que aún cree que no merece ni una migaja de lo que anhela.




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