Maduras son mejores. El catálogo del amor.

Capítulo 10: La Noche que Quise Ser Normal, en Mi Piel

Adriana me llama una tarde con el cielo tan gris que parece que el mundo entero se ha olvidado de cómo echarse una risa, y su voz tiembla al borde de algo –un llanto, una confesión, quién sabe–. “Will, ¿puedes quedarte esta noche? No quiero que pase nada… solo que estés aquí. Que respiremos el mismo aire. Que no me sienta sola.” Llevo días arrastrando el sueño de esa cuna que me da la espalda como una bofetada, y digo que sí, no porque quiera, sino porque necesito creer –aunque sea por unas horas– que puedo ser un tipo normal, uno que duerme junto a una mujer sin que el deseo me salga por los poros como sudor barato, uno que abraza sin que el abrazo se tuerza en huida o posesión, uno que merece una cama sin que todo sea un negocio sucio o un error que pesa.

Llego al edificio con las manos vacías, sin catálogo, sin excusas, solo con una camiseta limpia y el corazón dándome hostias en el pecho como si quisiera salir a pelear. Adriana abre la puerta sin maquillaje, sin perfume, con una sudadera gigante y calcetines desparejos, y joder, me parece la mujer más guapa que he visto, no por querer meterle mano, sino por querer quedarme, quedarme de verdad. Nos sentamos en el sofá, charlamos de chorradas: el ruido del vecino de arriba que parece un elefante borracho, la lluvia que no cae pero amenaza, un programa de tele que no vimos pero fingimos conocer para reírnos como idiotas. Y en ese lío torpe y dulce, siento algo que no toco desde hace años: paz, una paz que no viene con billetes ni gemidos.

No es amor, o al menos no todavía, quizás nunca lo sea, pero es algo raro, frágil, como si pudiera construir algo aquí, algo chiquito y real, que no dependa de mi cuerpo, mi encanto o mi talento para hacer creer a las mujeres que son reinas por una noche, sino de estar, solo estar, sin vender ni dar nada que no sea mi sombra sentada en su sofá.

Cuando toca dormir, me lleva a la cama –matrimonial, sábanas blancas, almohada con olor a lavanda– y dice, con los ojos bajos como si pidiera perdón por pedírmelo: “Dormiremos juntos. Pero nada más. ¿Prometes?” Y joder, prometo, porque quiero creer que puedo, que esta noche seré un hombre de palabra y no un desastre con patas.

Nos acostamos con un palmo de distancia, como extraños en un tren de madrugada, y al principio todo va bien, todo está en calma, hasta que Adriana se da la vuelta en sueños y su pierna roza la mía, un roce de nada, inocente, pero enciende algo en mí que no es solo deseo, o sí lo es, pero no de poseerla, sino de conectarme, de sentir que no estoy solo en este cuerpo traidor, en esta vida que me arrastra como hoja seca. Y sin pensarlo, sin quererlo del todo, me acerco, le acaricio el brazo. Ella suspira en sueños, un suspiro que abre una puerta, y yo entro, no con furia, sino con una ternura desesperada, buscando en su piel la prueba de que puedo amar sin joderlo todo.

La beso, despacio, en el cuello, los hombros, la sien, y ella, a medias dormida, a medias despierta, no me para, quizás porque también necesita sentirse viva, porque la soledad le pesa como a mí. Y así, sin palabras, sin promesas, hacemos el amor, pero no como con las otras: no es rápido, no es sudoroso, no es una escapada. Es lento, casi sagrado, como si supiéramos que esto es un pacto torpe entre dos almas perdidas.

Cuando terminamos, me quedo quieto, la frente en su espalda, escuchando su respiración, y por un segundo creo que lo logré, que fui normal. Pero Adriana se gira, me mira con lágrimas en los ojos y suelta, en un hilo de voz: “Sabía que no podrías.” Esas cuatro palabras me parten en dos. No me acusa, me compadece, y eso duele más que un puñetazo en la cara.

Me levanto sin decir nada, me visto en silencio, y cuando estoy en la puerta, ella dice: “No te vayas así.” Pero ya me fui, no con los pies –aún estoy ahí, mano en el pomo–, sino por dentro, porque el eco de mi promesa rota retumba como un maldito tambor de guerra.

Camino al metro con la lluvia cayendo como si el cielo llorara por mi culpa, y pienso que tal vez el doctor tenía razón, que busco redención más que un hijo. Pero también pienso, con una tristeza que sabe a ceniza, que quizás no hay redención para un tipo como yo, que incluso cuando intenta amar limpio, termina traicionando lo que más quiere guardar. Las mayores son mejores, sí, pero no por ser amantes top, sino porque no esperan que sea más de lo que soy –y eso me salva… y me hunde de una puta vez.




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