Me entero del nacimiento de Celia por un mensaje de Claudia a las siete y cuarto de la mañana, que lo pilló de Laura en el grupo de WhatsApp de las vecinas del edificio, que lo oyó de la portera que tiene una prima que trabaja en el hospital, y así, como siempre en este barrio donde los secretos duran menos que el hielo en verano, la noticia corre de boca en boca, rebotando entre paredes y balcones como un rumor de iglesia, como si un nacimiento fuera un secreto sagrado que solo las mujeres saben guardar y soltar en el momento exacto, con esa precisión ritual que tienen para estas cosas. Estoy en la cama cuando el teléfono vibra, todavía con la boca pastosa del sueño y los ojos pegajosos, y cuando leo "Ya nació. Es niño. Se llama Mateo. 3.2 kg. Madre e hijo bien", siento que el aire me pega un puñetazo en el pecho, no de alegría como debería sentir cualquier persona normal ante la noticia de un nacimiento, sino de un vértigo extraño y nauseabundo que me deja flotando en un espacio indefinido entre lo que fue y lo que ya se fue irremediablemente al carajo, como si me hubieran arrancado algo que nunca fue mío pero que aun así duele como una amputación.