No recuerdo cuándo empecé a cargarle cosas a los hijos de Fátima, pero sí el día que los vi por primera vez: Mateo y Lucía, sentados en las escaleras del edificio con mochilas hechas trizas y zapatos que parecían un colador, esperando a que su madre saliera de la fábrica de costura como si el tiempo fuera su enemigo. Sin pensarlo, corrí a la papelería y compré cuadernos, lápices, una regla y una caja de colores que me dolió en el bolsillo, pero que me pareció un puto derecho, no un lujo de ricos. Cuando se los di, Lucía me abrazó con tanta fuerza que sentí que algo dentro se me deshacía, no de pena, sino de una gratitud desesperada, como si al darles lo que nunca tuve, pudiera perdonarme por no poder darles a mis propios críos lo que me quema el alma.
Hoy es el inicio del ciclo escolar, y he estado ahorrando –o mejor dicho, no despilfarrando– los billetes de Isabel de la semana pasada, los de Claudia tras una noche en la que apenas pegamos ojo, y hasta los $200 que encontré en el bolsillo de mi chaqueta como si el universo me diera una limosna. Con eso, compré mochilas nuevas, zapatos negros que no aprietan, una calculadora que brilla como oro robado, y una lonchera con planetas que Lucía mencionó una vez, como si soñar fuera un delito. Llego al departamento de Fátima con todo en una bolsa de plástico que me corta las manos, y cuando abre la puerta, con los ojos hinchados de coser y el pelo en un moño que pide a gritos un descanso, me mira como si fuera un santo caído del cielo y dice, con voz rota: “Will, no tenías que…”. Pero sí tenía que, joder, porque si no doy, si no me vacío, ¿qué coño soy?
Me invita a pasar, y los niños me reciben como si fuera Papá Noel en pleno verano, abriendo mochilas, probándose zapatos, riendo como si el mundo no fuera un infierno. Me siento en el sofá con una taza de café aguado que sabe a esfuerzo, y los miro, y en esa mirada hay amor y dolor a partes iguales, porque sé que esto no llena el hueco que me come vivo, y peor aún: que cada regalo me ata a vender más, a seducir, a mentir, porque el dinero no sale de mi culo mágico, y mi generosidad, por muy bonita que parezca, me cuesta la piel, la dignidad, la chance de que me quieran de verdad.
Al irme, Fátima me abraza y suelta: “Eres un ángel”. Quisiera creérmelo, pero en el camino al metro paso por una tienda de ropa, veo un traje que me tienta –no por vanidad, sino porque mi chaqueta está tan gastada que los codos piden jubilación, y no quiero que los del orfanato me miren como un pedigüeño disfrazado–. Miro el precio, hago cuentas frías: cuántas noches, cuántas mujeres, cuánto tengo que tragarme para pagarlo, y me siento mercancía otra vez, no ángel, no padre, no hombre, sino un producto más, como mis cremas, como mis billetes, como mi cuerpo en oferta.
Esa noche no pego ojo. Me quedo despierto, calculando cuánto gasté hoy, cuánto me queda, cuánto necesito para la clínica, para los útiles de los gemelos el próximo semestre, para el orfanato, para seguir fingiendo que soy un héroe que merece aplausos. Y de pronto, me doy cuenta de la hostia: no estoy ayudando a nadie, estoy usando mi ayuda para no mirarme al espejo. Porque si paro, si dejo de dar, tendré que aceptar que no soy un santo, ni un padre en potencia, sino un chaval de veinte años, solo, roto, desesperado por un amor que no puedo dar.
Así que sigo, sigo dando, porque es más fácil vaciar los bolsillos que el alma. Y cuanto más doy, más necesito. Y cuanto más necesito, más me vendo. Y en este círculo que tejo con hilos de buena intención y mierda pura, sigo girando, sin pillar que la única alma que no salvo es la mía.