Maduras son mejores. El catálogo del amor.

Capítulo 13: El Fantasma que Me Abraza, en Mi Piel. ///

Capítulo 13: El Fantasma que Me Abraza, en Mi Piel

Nunca supe que Laura tenía un hijo, joder. Sabía que vivía sola en ese cuarto piso sin ascensor, que sus cortinas parecían selladas con cemento y nunca dejaban pasar la luz del día, que su departamento olía a incienso barato y café quemado mezclado con algo más antiguo, más denso, como humedad de recuerdos. Sabía que sus manos temblaban como hojas de octubre al pasarme el vino en esa copa desportillada que siempre usábamos, que tenía una cicatriz delgada en el hombro izquierdo que nunca me explicó, que le gustaba dormir del lado derecho de la cama dejando el otro lado extrañamente intacto, casi ceremonial. Pero nunca pregunté, porque con Laura las reglas eran otras: no había coqueteo, no había juego de seducción con mensajes a medianoche ni miradas cómplices en bares ruidosos, solo un pacto silencioso donde yo llegaba los martes y jueves después de las diez, tocaba dos veces la puerta, entraba cuando ella abría sin mirarme a los ojos, la abrazaba como si pudiera pesar su soledad en cada hueso, como si mi cuerpo joven pudiera absorber toda esa tristeza que emanaba de ella como vapor. Hacíamos el amor en la penumbra casi sin ruido, apenas gemidos contenidos y respiraciones entrecortadas, y nos quedábamos dormidos como náufragos aferrados a la misma tabla en medio del océano, sin palabras, sin promesas, sin mañana, sin preguntas sobre pasados o futuros que ninguno de los dos quería enfrentar.

Pero esta noche, todo se tuerce desde que pongo un pie en el umbral. Laura no me toca cuando llego, ni siquiera se levanta del sofá como siempre hace, como un ritual que nos ancla a esta cosa que tenemos y que nunca nos hemos atrevido a nombrar. Se queda ahí, hundida en los cojines descoloridos, con una foto enmarcada en las manos, las yemas de los dedos acariciando el cristal con una devoción que me eriza la piel. La luz de la lámpara de pie —la única encendida en todo el departamento— proyecta sombras largas en su rostro, haciéndola parecer diez años mayor, o quizás solo revelando la edad que siempre ha tenido pero que la oscuridad habitual esconde. Cuando me acerco, despacio, sintiendo que estoy interrumpiendo algo sagrado, veo a un chico de diecinueve, quizás veinte, pelo revuelto color castaño oscuro, sonrisa ladeada llena de esa confianza insolente que solo tienen los que aún no saben que el mundo puede romperte, ojos vivos y cafés como los de Laura, pero sin las arrugas del sufrimiento alrededor. Lleva una camiseta de una banda de rock que no reconozco y tiene un piercing pequeño en la ceja. Y en la esquina inferior derecha, con tinta que se ha desvanecido ligeramente, una fecha que me golpea el estómago como un puñetazo: 2019.

"Se llamaba Daniel," dice Laura, sin mirarme, con la voz tan plana que parece que estuviera leyendo una noticia del periódico, pero el temblor en sus manos la delata. "Murió en un accidente de moto. Iba a la uni, estudiaba ingeniería mecánica, segundo año. Le molaba el rock progresivo, esas bandas que nadie conoce con canciones de quince minutos. Odiaba las espinacas pero le encantaba el brócoli, decía que tenía más personalidad." Se ríe, un sonido quebrado que es mitad risa y mitad sollozo. "Qué tontería, ¿no? Acordarse de eso."




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