Y me abraza, pero no como amante, no con deseo ni pasión ni esa urgencia desesperada con la que nos aferramos el uno al otro otras noches. Me abraza como madre, con un dolor y un amor tan vastos y contradictorios que me aplastan los pulmones, me roban el aire. Sus dedos se hunden en mi espalda como si quisiera atravesar mi piel y llegar hasta mis huesos, como si quisiera fundirse conmigo, y huele diferente esta noche, huele a lágrimas y a ese perfume rancio de la tristeza que no se lava. Nunca tuve una madre que me abrazara así, con esa ferocidad desesperada, ese amor que duele porque sabe que es efímero, que en cualquier momento puedes perderlo todo. Mi madre era manos distraídas y miradas hacia otro lado, era ausencia disfrazada de presencia. Y aquí, en los brazos de esta mujer que me usa como sustituto de su hijo muerto, encuentro por primera vez ese abrazo maternal que siempre me faltó, y la ironía es tan cruel que me dejo ir, lloro, no por Laura ni por Daniel, sino por mí, por la jodida paradoja de mi vida: un tipo que sueña obsesivamente con ser padre, que colecciona nombres de bebés en su cabeza y se imagina enseñándole a un hijo a andar en bicicleta o a silbar, pero que para otras personas solo puede ser el hijo que se les fue, el espacio que dejó alguien más, nunca él mismo.
Hacemos el amor esa noche, sí, pero no es sexo, no es placer ni escape ni siquiera conexión. Es duelo, es consuelo, es exorcismo. Son dos almas rotas prestándose cuerpos para no ahogarse en la oscuridad, dos personas que han perdido cosas diferentes pero igual de fundamentales intentando recuperarlas en la carne del otro. Laura llora mientras me toca, susurra cosas que no alcanzo a entender, quizás el nombre de Daniel, quizás oraciones, quizás solo sonidos de un dolor tan antiguo que ha perdido su lenguaje. Yo cierro los ojos y por primera vez desde que empezamos esto no pienso en Sofía ni en las madres del parque ni en mis fantasías de paternidad. Solo pienso en este momento, en ser lo que Laura necesita que sea, aunque eso signifique no ser yo mismo, aunque eso signifique desaparecer en la sombra de un muerto.
Después, mientras Laura duerme con la foto de Daniel en la mesita de noche, colocada con tanto cuidado que parece un altar, me levanto con movimientos lentos y deliberados, cada músculo protestando por el peso emocional de la noche. Me visto sin hacer ruido, recogiendo mi ropa del suelo donde quedó desperdigada, abotonándome la camisa con dedos torpes que tiemblan ligeramente. La miro dormir y parece por fin en paz, con el rostro relajado de una manera que nunca he visto cuando está despierta, como si solo en sueños pudiera escapar del peso de su pérdida. Y antes de pirarme, antes de salir de esta vida que no es mía pero en la que he sido actor involuntario, me acerco y le subo las cobijas con cuidado, tapándole los hombros desnudos, ajustándolas bajo su barbilla como haría un hijo bueno, un hijo atento que aprendió a cuidar de su madre. Y en ese gesto simple, en esa ternura doméstica y pequeña, siento que por primera vez en meses, quizás en años, no doy lo que me falta tratando de llenar mi propio vacío, sino que devuelvo lo que nunca me dieron, como si pudiera cerrar un círculo roto, como si pudiera equilibrar una ecuación imposible.