Camino hacia el metro con el alma más pesada que un yunque, las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, esquivando las miradas de los borrachos que salen de los bares y las parejas que se besan contra las paredes. Son casi las dos de la madrugada y la ciudad tiene ese aire surreal de las noches profundas, cuando todo parece posible y nada importa. Paso frente a un escaparate de una tienda de bebés y por primera vez no me detengo a mirar los cochecitos y las cunas, no me imagino empujando uno por el parque un domingo por la mañana. Porque ahora sé, con una certeza que me duele en el centro del pecho, que mi cuerpo no solo es refugio para madres solteras buscando calor humano o compañía de una noche, sino también espejo para madres de luto, pantalla en blanco donde proyectan las películas de sus hijos perdidos. And en ese reflejo nunca seré William con sus peculiaridades y sus sueños y su miedo secreto a terminar solo. Siempre seré el fantasma de otro hijo, la aproximación, el eco, el casi pero no del todo.
Y quizás, solo quizás, mientras bajo las escaleras del metro y el aire caliente y metálico me golpea la cara, pienso que eso es lo más cerca que estaré jamás de ser amado como hijo, recibir ese amor maternal feroz y desesperado pero dirigido a través de mí hacia otra persona, como luz que pasa por un prisma y se refracta. Y la verdad más amarga de todas, la que me acompaña en el vagón casi vacío mientras la ciudad pasa borrosa por las ventanas: que si nunca me amarán como hijo verdadero, si siempre seré sustituto, fantasma, recordatorio, entonces jamás podré ser padre, porque ¿cómo puedes dar lo que nunca recibiste de verdad? ¿Cómo puedes enseñar a amar cuando solo conoces aproximaciones del amor, versiones distorsionadas, reflejos en espejos rotos?
Bajo en mi parada y camino por las calles desiertas hasta mi edificio, subo los tres pisos hasta mi departamento vacío donde me espera mi cama sin hacer y el silencio que se ha vuelto mi compañero más constante. Me tiro en el colchón sin desnudarme y miro el techo con las manchas de humedad que parecen rostros si las miras el tiempo suficiente. Pienso en Daniel, en ese chico que nunca conocí pero que de alguna manera me ha poseído esta noche, cuya ausencia ha llenado mi presencia. Pienso en Laura despertando sola mañana, viendo mi lado de la cama vacío, volviendo a su rutina de duelo y supervivencia. Pienso en Sofía y sus hijos que no son míos. Pienso en todas las madres que he conocido y en cómo cada una me ha usado para llenar huecos con formas que no coinciden exactamente con mi silueta.
Y justo antes de quedarme dormido, mientras la primera luz gris del amanecer empieza a filtrarse por mi ventana sin cortinas, tengo un pensamiento que es mitad revelación mitad resignación: tal vez mi destino no es ser padre ni hijo de verdad, sino existir en ese limbo intermedio, ser el fantasma que abrazan en la oscuridad, el sustituto que nunca reclama su propia identidad, el cuerpo joven y tibio que toma la forma del amor que otros necesitan aunque nunca sea para él. Y quizás, en esta ciudad llena de personas rotas buscando piezas que encajen en sus vacíos, ese es el único papel que me toca interpretar: el del ausente presente, el muerto viviente, el hijo que nunca fui abrazando a la madre que nunca tuve, perpetuamente congelados en este teatro de sustituciones donde nadie es quien dice ser pero todos seguimos actuando porque la alternativa es enfrentar el vacío insoportable de nuestra soledad.
Me duermo con ese pensamiento, y sueño con un niño que podría ser Daniel o podría ser yo o podría ser el hijo que nunca tendré, corriendo por un campo infinito donde la distancia entre nosotros nunca se acorta sin importar cuánto corra yo tras él.